Llegole la cartita de improviso
quebrando su armonía familiar:
quedaba designado presidente
–¡qué envidia!– de una mesa electoral.
La sangre fuésele de las arterias,
corrió in extremis para vomitar,
perdió consciencia del espacio-tiempo,
su espíritu le quiso abandonar.
–“¡No puede estar pasándome a mí esto!
¿Qué fue de la justicia celestial?
¡Yo, que jamás he conocido urna!
¡Yo, que morir juré antes que votar!
¿Por qué no van de los propios partidos
los militantes a supervisar?
¿No son ellos los más interesados?
¡Que prueben su entusiasmo electoral!
¿Acaso no hay millones de parados
ansiosos por currar y por cobrar?
¿Acaso entre millones de votantes
miles de voluntarios no hallarán?
¿Negarse a dar la vida por la patria
es lícito, pero esto es ilegal?
¿Aquí no hay objeción de conciencia?
¿Tan grande honor no puedo declinar?”.
Así pues, decidido a darlo todo,
en marcha puso su perfecto plan:
al hospital iría a presentarse
hecha un guiñapo su espina dorsal.
–“¡Ay, por favor, doctora, qué disgusto
éste que tengo! ¡Qué fatalidad!
Resulta que el domingo tengo el gusto
de presidir mi mesa electoral.
Mas tan transcendental y alta tarea
no creo que pueda desempeñar,
pues este inmovilizador lumbago
me vino traicionero a visitar.
¿Será vuesa merced tan bondadosa,
dada su actividad profesional,
de recetarme alguna pildorita
que pueda mis angustias aplacar?
¿Que no hay pastillas que valgan la pena?
¿Que no hay remedio a esto vía oral?
¿Que sólo una inyección en la columna
podrá curar mi mal electoral?
¿No cree que está usted siendo exagerada?
¿Y el gasto a la Seguridad Social?
¿Y en cuanto a los efectos secundarios...?
¿Cama y calditos no funcionarán?
¿Que o la inyección o no hay certificado
que pueda ante la junta presentar?
¿De modo que, o paso por la estocada,
o no hay salida hacia la libertad?
Pues venga: me esparranco a cuatro patas
y métame el rejón hasta el final.
¡Me inmolo por la diosa Democracia!
¡Todo por el sufragio universal!”.