En el principio fue el verbo. En concreto, el verbo en lengua catalana, que, tras cuatro siglos de apartamiento, comenzó a ser recuperada como lengua de categoría literaria a mediados del siglo XIX de modo paralelo a lo que sucedía en el resto de Europa con otras lenguas de alcance regional, como el provenzal con el que Frédéric Mistral acabaría consiguiendo el premio Nobel en 1904. Pero ni a Aribau, ni a Rubió, ni a Balaguer ni a Verdaguer se les pudo pasar por la cabeza que el cultivo de la lengua catalana tuviera ninguna dimensión política, y mucho menos aún hostil a España, a cuya grandeza consideraban estar colaborando con su obra literaria.
A la lengua se le irían sumando la exaltación del pasado medieval, tan de moda en la Europa de Walter Scott, Víctor Hugo y Viollet-le-Duc, el deseo de conservar el derecho civil regional, el interés proteccionista y la reivindicación descentralizadora. Con estos componentes se elaboró el cóctel que, hasta entonces minoritario, acabaría explotando en 1898. Porque a partir de aquel triste año, a muchos catalanes, envanecidos por su prosperidad en una España deprimida, les tentó la idea de continuar su camino por separado. Y por eso llegó el momento en el que no pocos intelectuales comenzaron a sembrar todo tipo de diferencias, reales o imaginadas, para justificar ideológicamente el proyecto secesionista.
Así comenzaron las elucubraciones raciológicas, recién importadas por Pompeu Gener de la Société d’antropologie de París, acerca de la superioridad de unos catalanes para los que se reclamaba una genealogía germánica sobre unos castellanos que estarían degrada-dos a causa del contacto con las razas semíticas durante los largos siglos de reconquista; las reinterpretaciones históricas sobre el edén catalán contaminado por el contacto español; y el rechazo por todo lo que se concibiese como típicamente español, a menudo identificado con lo gitano: en lugar preeminente los toros y, en el caso de la música, el flamenco, la jota y la zarzuela. De este modo lo resumió Gener en su ensayo Cosas de España, de 1903:
“Por un caso de atavismo de raza, el fondo africano que en las provincias transibéricas dejaran los sarracenos reaparece de nuevo con gran fuerza, y esto es señal y prueba de nuestro aserto de que muchas de las comarcas españolas son refractarias a la civilización occidental moderna. En Madrid lo esencial es si Mazantini torea de tal o cual manera. Apenas hay diario que no dé un gran lugar a la revista tauromáquica; las publicaciones especiales de este género privan, mientras las científicas se mueren de anemia de materiales y de suscriptores. El apogeo a que hoy, después de tanta revolución y de tanto liberalismo, ha llegado lo flamenco acaba de confirmar nuestra opinión: toros, toreros, chulos, majos, cantos guturales monótonos y fúnebres, repiqueteos de pies y contorsiones erótico-epilépticas, bailes dignos de los Cándalas de la India, castañuelas, guitarras, palabras, costumbres y actos de gitanos, he aquí lo que priva, he aquí lo que se oye, se ve y se halla por todas partes, y se aplaude y se apoya desde lo más alto; ¡y siempre lo mismo! España está paralizada por una necrosis producida por la sangre de razas inferiores como la semítica, la beréber y la mogólica, y por el espurgo que en sus razas fuertes hicieron la Inquisición y el Trono, seleccionando todos los que pensaban, dejando apenas como residuo más que fanáticos, ser-viles e imbéciles. La compresión de la inteligencia ha producido aquí una parálisis agitante. Del sur al Ebro los efectos son terribles; en Madrid la alteración morbosa es tal que casi todo su organismo es un cuerpo extraño al general organismo europeo. Y desgraciadamente la enfermedad ha vadeado ya el Ebro, haciendo terrible presa en las viriles razas del norte de la Península”.
Ya había señalado Gener este conflicto racial dos años antes, en el primer número de la revista Joventut:
“Creemos que nuestro pueblo es de una raza superior a la de la mayoría de las que forman España. Sabemos por la ciencia que somos Arios; ya por los autóctonos Celtas; ya por los Griegos, Romanos, Visigodos, Ostrogodos, Francos y otros que aquí vinieron; y por lo tanto, queremos ser dignos descendientes de razas tan nobles, y queremos marchar de acuerdo con los demás pueblos libres de Europa, y como el que más, ir al frente de la civilización (…) También tenderemos a expulsar todo lo que nos importaron los Semitas de más allá del Ebro: costumbres de Moros fatalistas, hábitos de pereza, de obediencia ciega, de crueldad, de despilfarro, de inmovilismo, de agitanamiento, de bandería y de suficiencia estúpida”.
Por lo que se refiere a la música, la regeneración de una Cataluña contaminada de españolidad pasaba, pues, por la doble estrategia de promover las que se consideraron esencias catalanas e importar las tendencias musicales que llegaban del norte de Europa. Para lo primero sobresalía la sardana, danza ampurdanesa recientemente renovada por Pep Ventura y totalmente desconocida en el resto de Cataluña hasta los años iniciales del siglo XX. Nada menos que “baile raro” lo denominó La Vanguardia cuando algunos ampurdaneses la bailaron en la ciudad condal en octubre de 1892 para celebrar el cuarto centenario del descubrimiento de América. En sus memorias, el dirigente catalanista Francesc Cambó recordó que “fue con ocasión de las fiestas de la Merced de 1902 cuando concentré en Barcelona las principales coblas ampurdanesas, y desde entonces la sardana dejó de ser una danza ampurdanesa y pasó a ser una danza catalana”.
Tres años más tarde, el periódico catalanista La Tralla, en el número dedicado a la celebración del 11 de septiembre de 1905, insertó entre varios artículos de furioso anticastellanismo una ilustración en la que representantes de naciones de todo el mundo –Alemania, Noruega, Suiza, Polonia, Estados Unidos, Finlandia, Cuba, Galicia, Cataluña y Vasconia– bailaban la sardana en torno a una hoguera en la que ardían la tiranía, el militarismo, el uniformismo y el centralismo. Así rezaban los versos incluidos al pie:
“Que el mundo se contagie
del amor que ella predica;
y que en todos los pueblos
sólo el amor mande
y todos los hombres se amen
como hermanos que son,
una sola familia será la especie humana
y nos daremos los brazos formando una sardana
que abrace a todo el mundo”.
El mismo periódico recomendaría dos años más tarde a las niñas catalanas que “bailemos sardanas y hagamos bueno y práctico el título de Baile Nacional Catalán. Rechacemos de ahora en adelante todos los demás bailes importados por gente extraña a Cataluña y huyamos de donde no se baile únicamente la sardana”. Lluís Millet, fundador en 1891 del Orfeó Català, entidad de enorme importancia para el desarrollo del movimiento orfeonista, inseparable del desarrollo del catalanismo político, así como para la divulgación de la música de Wagner en Cataluña, consideró a la sardana la danza representativa del espíritu del pueblo catalán, razón por la que propugnó que no fuera bailada más que por catalanes. Esto escribió al respecto en 1905:
“Orden, cadencia, armonía del gesto, realización corporal de la melodía del alma conmovida, idealización de los movimientos del cuerpo, espiritualización de la parte formal del ser humano, eso es lo que debe ser la danza digna del hombre. Los bailes que hoy son universales, que viven en la sociedad alta y baja de todos los países considerados civilizados, en sus orígenes fueron regionales, indígenas, expresión mímica de la característica de una raza. Al universalizarse se han afeminado y descolorido, han perdido la sana sinceridad primitiva. A la sardana, nuestro baile nacional, la danza noble por excelencia, ¿le tocará algún día extenderse universalmente? Es una suerte que no le deseamos. Ella ha de ser nuestra y de nadie más. A ella, la digna, nos la harían indigna”.
Pasaron los años y, con motivo de la celebración en 1932 de la promulgación del estatuto de autonomía a ritmo de la sardana ya inevitable a causa de la insistente utilización por parte de los catalanistas, Julio Camba, gallego que no podía soportar los regionalismos, recordó que “hace veinte años, algunos naturales del Ampurdán solían reunirse los domingos en cierta calle de Barcelona para bailar la sardana, y los barceloneses se morían de risa contemplando el espectáculo de su futuro baile nacional”.
Pero lo más irónico de todo fue que quien más hizo por el conocimiento de la sardana en toda Cataluña, y de paso en toda España, fue el salmantino Tomás Bretón. Porque el Círculo del Liceo le encargó en 1892 una ópera sobre fra Garí, figura legendaria vinculada a la fundación del monasterio de Montserrat en tiempos de Wifredo el Velloso. De tannhäuseresco argumento, Garín alcanzó gran éxito debido, sobre todo, a la sardana que Bretón incluyó en la escena de la fiesta campesina del último acto. Aquella sardana, salida de la pluma de un compositor castellano, fue la primera de la que tuvieron noticia cientos de miles de catalanes y gustó tanto que el día de su estreno tuvo que ser repetida tres veces. Así relató La Vanguardia el entusiasmo del público barcelonés, “como nunca se había visto en nuestro gran teatro”:
“La ovación que se tributó a Bretón fue indescriptible por el gran entusiasmo que dominó, y al terminar la representación hubo de presentarse en escena repetidas veces entre generales aclamaciones, habiéndose improvisado por algunos concurrentes unas coronas de laurel y cintas que le fueron arrojadas desde los palcos (…) Una muchedumbre inmensa esperaba en la Rambla la salida del maestro Bretón. Al aparecer éste en la puerta, resonó un aplauso atronador y vivas al maestro, a la gloria de España, al autor de Garín, y otros varios. Así, entre una multitud que le estrujaba sin dejarle andar, oyendo continuados vivas y entusiastas aplausos, llegó el señor Bretón a la casa en que se hospeda en la Rambla de Santa Mónica, viéndose obligado a salir al balcón y a dirigir la palabra al público. Manifestó que no sabía hablar, que todo cuanto podía decir acababa de decirlo desde el proscenio del teatro, y terminó con un viva a Cataluña y a España, que fue contestado con frenético entusiasmo por la muchedumbre”.
El segundo frente de la batalla por la música popular fue la extirpación del flamenco, considerado la sima de la música inferior, y de la zarzuela, el género más exitoso en una Cataluña en la que varios teatros se dedicaban con exclusividad a representar zarzuelas tanto en lengua castellana como catalana. Porque la zarzuela, lejos de ser un género característico de la España castellana y ajeno a Cataluña, fue cultivada desde siempre por numerosos compositores catalanes. Entre ellos estuvo Anselmo Clavé, figura descollante de la música catalana decimonónica y autor de la primera zarzuela en lengua catalana de la historia, L’Aplec del Remei, estrenada en 1858. Junto a Clavé estuvieron, entre otros, Juan Sariols, Nicolás Manent, José Teodoro Vilar, Felipe Pedrell, Eduardo Vidal, Urbano Fando y, ya en pleno siglo XX, Rafael Martínez Valls y Agustí Cohí. Mención aparte merece el barcelonés Amadeo Vives, una de las cumbres del género, autor, entre otras zarzuelas de gran éxito, de Bohemios y Doña Francisquita, para disgusto de su colega Lluís Millet, que consideró "decepcionante" y "un pecado" que Vives "abjurase" de sus raíces . El valenciano Martínez Valls fue el autor de las dos zarzuelas en lengua catalana más representadas: Cançó d’amor i de guerra –que alcanzó las cinco mil representaciones a lo largo de medio siglo– y La Legió d’honor, de 1926 y 1930 respectivamente. En cuanto a Cohí, alcanzó gran éxito en 1964 con El timbaler del Bruc. Y tres años más tarde se celebraron en el teatro Romea unas jornadas de homenaje a la zarzuela catalana durante las que se escenificaron estas tres obras de Cohí y Martínez Valls junto con Lo somni de l’innocencia, de Fando, que había alcanzado más de tres mil representaciones en la primera década del siglo XX.
También compuso sardanas y zarzuelas Enric Morera, ferviente seguidor del modelo wagneriano y destacado por sus partituras de inspiración catalana, entre ellas la famosísima sardana La Santa Espina (1907), fragmento de la zarzuela homónima con texto de Guimerà que acabaría convirtiéndose en una especie de himno catalanista sobre todo tras su prohibición en tiempos de Primo de Rivera:
“Som i serem gent catalana
tant si es vol com si no es vol,
que no hi ha terra més ufana
sota la capa del sol”.
En aquellos días se consideraba que la elevación de la música española se conseguiría mediante el estudio de los grandes maestros del pasado –Cristóbal de Morales, Francisco Guerrero, Antonio de Cabezón, Tomás Luis de Victoria– para construir una escuela musical española que, arraigada en su tradición, desarrollase su propia voz. El principal músico dedicado a estos menesteres fue, precisamente, el catalán Felipe Pedrell. En 1891 publicó su ensayo Por nuestra música, el más importante texto musicológico de todo el XIX español, en el que proclamó la necesidad de crear una tradición lírica nacional a la altura de las que brillaban en aquella época en otros países europeos. Deploró Pedrell la excesiva influencia que la música vocal italiana había ejercido sobre España desde el siglo XVIII, lo que había anulado la creatividad genuinamente española y conducido a la vulgarización del arte musical:
“Llamamos a nuestra corte y a nuestros teatros sociedades italianas de ópera acompañadas de sus compositores; se nos impuso de Real Orden la ópera italiana; subvencionamos los teatros en que se representaba este espectáculo; quisimos, como Alemania, Francia y otras naciones, aprender a componer óperas, y bajo esta influencia avasalladora compusimos óperas a la italiana (…) cuando ya otras naciones nos señalaban el rumbo que debíamos haber emprendido para salir del estado de embotamiento estético en que nos tenía la ópera italiana, logramos, que no fue poco lograr, levantar un tanto, no la ópera, sino la zarzuela, propiamente tal. El balance de nuestra productividad musical de un siglo a esta parte presenta este menguado contingente: la tonadilla, la zarzuela y la farsa flamenca moderna o la misma tonadilla en otra forma, que es la vulgaridad rayana en chocarrería, la degeneración más innoble en que pueda caer un espectáculo”.
A propósito de la vulgaridad triunfante, la revista barcelonesa La música ilustrada publicó en noviembre de 1899 un artículo, titulado Los murguistas de Madrid, en el que explicó el contraste entre el buen gusto de los músicos callejeros catalanes y el malo de los madrileños:
“Es muy posible formar concepto de la vida artística en una población observando sus murgas como expresión musical del alma popular. El catalán que viene a Madrid echa de menos las numerosas y bien organizadas murgas de Barcelona. Y es que Clavé infundió un vago sentimiento artístico en las multitudes catalanas, realizó una obra social profunda, fue un profeta que educó a su pueblo (…) Lo que más abunda [en Madrid] son las murgas de tercer orden. Se componen de tres, cuatro, cinco y hasta siete ciegos o lisiados que tocan instrumentos de cuerda y de metal (…) Otro grupo de murguistas callejeros lo forman las comparsas de hombres y alguna mujer, que cantan coplas y canciones del día. Son los propagadores del género chico, los que no hacen profesión de ningún arte, explotando la moda y esa manía del gracejo tan extendida en esta villa y corte. A un rango aparentemente superior pertenecen las murgas populares que toman parte en todos los regocijos públicos. Estos músicos no son lisiados ni ciegos, tocan con el papel delante, usan por todo uniforme una gorra con galón de plata, y manifiestan un odio instintivo a los instrumentos de cuerda, que sustituyen por el bombo, los hierros y los platillos (…) Son la manifestación más lamentable del mal gusto y del espíritu zaragatero que dominan entre el populacho de la villa”.
Adornaba la página siguiente una caricatura, titulada La lucha musical, en la que se escenificaba el enfrentamiento entre la nueva música catalana, personificada por Enric Morera y su coro Catalunya Nova, y el género chico, personificado por Ruperto Chapí y una chulapa madrileña. También fue Morera el padre de un proyecto musical, nacido en 1894 y bautizado Teatre Líric Català, dirigido a proponer al público una alternativa a la zarzuela, omnipotente en los teatros catalanes y blanco de quienes la consideraban de mal gusto y vehículo de penetración cultural “centralista”. El 16 de julio de 1899, cuatro meses antes del artículo de La música ilustrada, había aparecido otro en La Vanguardia en el que el veterano periodista republicano José Roca y Roca identificó el rechazo a la música vulgar con la denuncia de la invasión de un arte tenido por característico de una Castilla de la que muchos catalanes habían comenzado a querer despegarse desde la gran derrota del año anterior:
“No falta quien pretende llevar al teatro sus apasionamientos particularistas, entusiasmándose con lo de casa y mirando con prevención, y hasta con desvío, todo cuanto, sin razón plausible, considere como forastero. Por supuesto, que la masa del público dista mucho de opinar así, y aun se diría, a juzgar por sus preferencias a veces, por no decir casi siempre, extraviadas, que peca por el extremo contrario. Explíquese si no por qué en Barcelona, cuna y baluarte de ese renacimiento del espíritu catalán tan acentuado, el teatro regional, la escena de la tierra, va languideciendo año tras año, mientras la lepra del género chico, de importación madrileña, con sus descocos y desplantes, se desarrolla aquí cada vez más, hasta tomar carta de naturaleza en algunos de nuestros teatros populares. Nada tan opuesto a nuestra manera de ser y de sentir, nada tan contrario al espíritu catalán, como esas obrillas groseras y achulapadas que a granel viénense ofreciendo al público barcelonés en los dos teatros a este género dedicados exclusivamente durante la temporada de invierno, como sucursales que son de los dos que en Madrid rivalizan con sus desplantes (...) Y mientras algunos de esos engendros sin pies ni cabeza alcanzan aquí centenares de representaciones, por muy feliz puede darse el autor de una producción dramática catalana, de las que se estrenan en Romea, si logra llegar con ella a la docena de fraile (…) Pero no: el público de hoy ni oír hablar quiere del teatro serio, aun cuando sea el propio, el genuino, el de la tierra, el que más debería cautivarles si ciertas tendencias ruidosas tuviesen un verdadero arraigo en la conciencia popular, y en cambio se va, como un rebaño, a llenar los locales donde el exótico género chico vive y triunfa”.
La idea del Teatre Líric Català consistía en educar al pueblo mediante la representación de obras en lengua catalana en las que se conjuntaran la música con la poesía, la pintura y la escenografía, en la estela de la obra de arte total propugnada medio siglo antes por Wagner. El ejemplo wagneriano implicó, además, la preferencia por temas legendarios o simbólicos, principalmente ambientados en una Edad Media idealizada por los modernistas, con trasfondo moralizador y concebidos como una unidad musical ininterrumpida –la melodía infinita wagneriana–, sin arias y otros números aislados. El principal aportador de partituras fue el propio Morera, que contó con un par de colaboraciones de Amadeo Vives y Enrique Granados y, sobre todo, de varios compositores catalanes de tercera fila. La mala ejecución y la escasa calidad de la música provocaron el fracaso del Teatre Líric Català, impotente ante el éxito arrollador de la zarzuela e incapaz de alcanzar las alturas del repertorio clásico representado en el Liceo, igualmente escarmentado del mal resultado conseguido con algunas obras de compositores catalanes aspirantes a continuadores de Wagner, como Pedrell con Els Pirineus, Albéniz con Henry Clifford, Pahissa con Gal•la Placidia y Morera con Empòrium y Bruniselda. Así explicó Jaume Pahissa el enfoque musical de su Gal•la Placidia, de visigótico argumento:
“Me puse a componer mi obra bajo la ineludible influencia de las de Wagner. Eran mi modelo e ideal. No es de extrañar que toda mi voluntad fuese escribir un drama lírico en la forma de los wagnerianos”.
¿Por qué Wagner? Porque la segunda vía hacia la regeneración artística de Cataluña, junto a las tradiciones populares locales, consistió en seguir el ejemplo del norte. Y el norte en aquellos años, a pesar de la potente atracción que ejercía el inigualable París de la Belle Époque, era Alemania, la Alemania de Bismarck cuyos ejércitos habían aplastado a los de Napoleón III en Sedán, cuyos científicos deslumbraban con sus descubrimientos y cuya música imperaba en todo el mundo debido, sobre todo, a la imponente figura de Richard Wagner.
Pero la germanolatría no se limitó a Cataluña, evidentemente, sino que se trató de un fenómeno general en la Europa de aquellos años, como lo demostraron en España la fiebre krausista y numerosos escritos de autores tan destacados como Baroja, Ortega, Benavente o Maeztu. El país más germanólatra fue, aunque pueda parecer paradójico, la Francia recién vencida, ya que había sufrido en sus propias carnes la superioridad militar, política y técnica de Alemania. De modo paralelo a lo que habría de suceder en España treinta años más tarde por la derrota ante los Estados Unidos, a los franceses les invadió un profundo pesimismo sobre el futuro de su nación, a la que vieron como irremediablemente degenerada. No fueron pocos los que se lanzaron a diagnosticar la enfermedad para ponerle remedio. Éste fue el caso, por ejemplo, de Ernest Renan en La réforme intellectuelle et morale, ensayo publicado seis años después de la guerra en el que afirmó que Francia había sido derrotada por su puerilidad, su indisciplina y su falta de seriedad. Y propuso una solución: imitar a los vencedores:
“Existe un modelo excelente de la manera con la que una nación se puede recuperar de los desastres recientes. Es la propia Prusia la que nos lo ha mostrado, y no nos puede reprochar que sigamos su ejemplo”.
También la música había tenido su papel en la derrota, pues muchos consideraron que la nación francesa había sido debilitada por las musiquillas frívolas –con Offenbach y sus cancanes a la cabeza, equivalente francés de la zarzuela– que tan de moda habían estado durante el pomposo pero enclenque Segundo Imperio. La victoria alemana, por el contrario, era el resultado, en lo que a la música se refería, de lo legado a lo largo de un siglo por la inigualable lista de grandes compositores iniciada en Beethoven y desembocada en aquellos días dominados por Brahms y Wagner. Mientras los ballets y las operetas con las que disfrutaba la corte de Napoleón III habían tenido efectos disolventes, las sinfonías y óperas de la otra orilla del Rin habían engendrado en el pueblo alemán virtud y patriotismo.
En España se escribieron palabras similares, como las salidas de la pluma de un catalán, el polifacético José Letamendi y Manjarrés, médico, escritor, pintor y músico. Ferviente wagneriano de la primera hora y colaborador de las Bayreuther Blätter, publicó en 1884 La música del porvenir y el porvenir de mi patria, donde sostuvo que la regeneración de la decaída España sólo podría llegar a través de la música de Wagner, primer artista de la historia en haber realizado “la suprema síntesis del arte aplicado a la superior educación de los pueblos”:
“España puede aspirar a un gran porvenir, mas para llegar a él sólo tiene abierto un camino: el wagnerismo, considerado como instrumento y signo de cultura nacional. En este superior concepto, cada adelanto en el orden inmaterial será para España mucho más honroso y útil que el aumento de un batallón en su ejército o el de un buque blindado en su armada. Precisamente porque somos los últimos en renacer, hemos de renacer según la última norma del progreso, y ésta ya no es, para de hoy en adelante, el Combate por el dominio, sino el Dominio por la cultura”.
Letamendi falleció en 1897, un año antes del Desastre, con lo que se ahorró ver cómo muchos de sus paisanos daban la espalda al porvenir de España para ocuparse solamente del de Cataluña, a ser posible separada de aquélla.
La música de Wagner ya era conocida en Cataluña desde que Anselmo Clavé dirigiera la obertura de Tannhäuser en el ya lejano 1860. A partir de entonces, muchos otros fragmentos fueron dados a conocer en las salas de concierto barcelonesas, paso previo a la interpretación de óperas completas desde el estreno en el Liceo de Lohengrin en 1882, El holandés errante en 1885, Tannhaüser en 1887, La Walkiria en 1899, Sigfrido en 1900, El crepúsculo de los dioses en 1901, Los maestros cantores en 1905 y la Tetralogía completa en 1910. Por otro lado, el catalán Joaquín Marsillach fue el primero en escribir una biografía de Wagner, publicada en 1878, todavía en vida del maestro alemán. Pero, más allá de la música, la moda wagneriana arraigó en Cataluña con singular fuerza dado que muchos tendieron a identificarla con las aspiraciones de un catalanismo que experimentó un desarrollo extraordinario tras 1898. Las leyendas medievales que inspiraron Tannhäuser y Lohengrin, la idealización del pasado nacional de Los maestros cantores, el simbolismo del Anillo, la espiritualidad de Parsifal, todo parecía estar hecho a la medida de un catalanismo y un modernismo pujantes en la Cataluña del cambio de siglo. Hasta Sigfrido y el dragón sirvieron como paralelo para san Jordi y el suyo, símbolo de la lucha del bien contra el mal, del idealismo contra el materialismo, del arte verdadero contra el degenerado… y de la Cataluña germánica contra la España semítica. En abril de 1910 la veterana revista L’Esquella de la Torratxa dedicó a Wagner un número especial en el que se describió su triunfo tras largas décadas de rechazo e incomprensión y se subrayó el éxito del que gozaba en Cataluña:
“Hoy se ha ganado el combate. Wagner y su arte excelso han triunfado en todo el mundo, derribando los ídolos de barro. Ricardo Wagner ha venido a nuestra casa y nosotros le hemos hospedado, si no del todo como quisiéramos, al menos como hemos podido. Wagner ha llegado a ser una religión para nosotros. Ya no molesta su trompetería, sino que su melodía infinita nos permite, a los míseros mortales, contemplar a los dioses. El wagnerismo es la medida de la cultura de un pueblo”.
El triunfo de Wagner quedó reflejado en una viñeta en la que se representaron tres momentos históricos –1870, 1890 y 1910– y la distinta reacción del público ante su música: del aburrimiento a la indiferencia y de ésta al embeleso. Ya cinco años antes la revista catalanista ¡Cu-Cut! había ilustrado este triunfo en la portada del número dedicado al estreno barcelonés de Los maestros cantores: en ella, el público adoraba un busto del genio de Bayreuth.
Las imágenes wagnerianas poblaron edificios públicos y privados en forma de esculturas, pinturas y vidrieras, como las magníficas del Liceo. En el Palau de la Música Catalana –obra de Lluís Domènech i Montaner, presidente de Unió Catalanista, uno de los organizadores de la asamblea que aprobó las Bases de Manresa y posterior diputado de la Lliga Regionalista hasta su abandono de la política para centrarse en el arte– destacaron los muy significativos relieves de Pau Gargallo representando, por un lado, a Beethoven y las walkyrias como imagen de la música germánica tenida por modelo y, por otro, a Anselmo Clavé y un frondoso árbol como imagen de las raíces de la música catalana. Es de suponer que, para premiarle con lugar tan preeminente, debieron de hacer la vista gorda al esencial papel de Clavé en la creación de la zarzuela catalana. Y se publicaron, tanto en catalán como en español, numerosos libros y revistas (La Música Ilustrada, Cataluña Artística, L’Esquella de la Torratxa, El Teatre Català y, sobre todo, Joventut) que durante varios años prestaron especial atención a los aspectos musicales, poéticos, históricos, estéticos, simbólicos y filosóficos del compositor idolatrado .
En 1901 nació la Associació Wagneriana, primera y más importante de las creadas en España, protagonista del hito histórico de representar por primera vez Parsifal legalmente fuera de Bayreuth a las doce de la noche del 31 de diciembre de 1913, momento en el que caducaba en todo el mundo la prohibición establecida por el autor de representar fuera de su templo originario el que considerara su drama más sagrado. Uno de los logros más importantes de la asociación fue la traducción de todas las óperas de Wagner al catalán, intentando adaptar el ritmo del texto al de la música con el fin de que fuesen interpretadas en esa lengua para que el público las pudiese comprender. Pero no porque hasta entonces se hubiesen interpretado en alemán, sino porque la costumbre era hacerlo en la traducción italiana. Los principales artífices de tan ardua labor fueron Geroni Zanné y el presidente y sumo sacerdote del wagnerismo catalán, Joaquim Pena. No fueron pocos los melómanos que lamentaron que no se hubiesen traducido al español, lengua mayoritaria y considerada más rica y elegante que la catalana, que, a pesar de la Renaixença, seguía siendo vista por muchos como rústica. Pero también llegarían las pegas por el lado opuesto, pues los catalanistas criticaron que Pena, para adaptar mejor sus traducciones a los argumentos wagnerianos, las hubiera realizado en un catalán arcaizante, de regusto medieval; y, lo peor de todo, con la ortografía anterior a la reforma de Pompeu Fabra, conservando, entre otros elementos nacionalistamente inaceptables, la i griega española. Además de la lógica preferencia de los catalanistas por la lengua que consideraban encarnación del espíritu del pueblo, Pena arguyó que era más fácil traducir al catalán que al español por disponer la primera lengua de más monosílabos que la segunda, lo que permitía más flexibilidad para adaptar el ritmo silábico al del original alemán.
También tradujeron Pena y demás wagnerianos una buena cantidad de canciones de Beethoven, Schubert, Schumann, Fauré y otros compositores alemanes y franceses, reunidas en los volúmenes del Cançoner Selecte. Pena explicó en su prólogo el objetivo perseguido con estas traducciones:
“Fomentando el arte por el arte, pensamos también en la elevación de la cultura patria. Aspiramos a que las canciones de los grandes maestros, tomando naturaleza catalana y hermanándose con las bellas canciones de nuestra tierra, sean la fuente de salud que brote de todos los labios, que avente las funestas semillas forasteras, ahuyentando bien lejos las inmundicias del maldito género chico y las banalidades de las cursis romanzas de salón, que purifique, en una palabra, la parte moral y la parte artística del ambiente musical popular”.
El caso más evidente de la coyunda entre catalanismo y wagnerismo fue la revista Joventut, fundada en 1900 por activos catalanistas como Lluís Via, Pompeu Gener y Lluís Marsans y en cuyas páginas se declaró su concordancia con el programa político de la Unió Catalanista. Durante los seis años de vida de la revista colaboraron esporádicamente algunos de los autores eminentes del momento, como Apeles Mestres, Ángel Guimerà, Narcís Oller o Joan Maragall. Su sección musical fue encargada a miembros de la Associació Wagneriana como los mencionados Zanné y Pena.
Un artículo de Pena sobre Tomás Bretón, publicado en Joventut en julio de 1900, resume los elementos de un ideario en el que convergían la adoración por Wagner, el rechazo a la música española, la denuncia de la frivolidad en el arte, el menosprecio por la tauromaquia y todo lo que tuviera que ver con la España meridional e incluso el odio a la lengua de Cervantes. Se trató de una réplica al librito La herencia de Wagner escrito por el músico cordobés Cipriano Martínez Rücker, autor de mediocres partituras inspiradas en el folclore andaluz y de zarzuelas como Quítese usted la ropa y El peluquero de la condesa. Pena consideró que Martínez, por ser “vecino de África, en cuestión de wagnerismo piensa todavía a la africana”. Y sus argumentos le parecieron tan absurdos que los fulminó sentenciando que “hay simplezas que sólo se pueden escribir bien en castellano”. Tanto era así, que hasta un torero era capaz de comprender mejor los asuntos musicales que el compositor cordobés. Para ello Pena recordó una anécdota de la que había sido testigo en Madrid:
“Citaremos, porque viene al caso, una discusión que oímos hace siete años en el Real de Madrid, durante un entreacto de Los maestros cantores, entre un torero y un señor muy atildado, de los que presumen de tres o cuatro títulos y una docena de apellidos. Criticaba el señor distinguido la obra y su autor, hasta el punto de que el torero, irritado, exclamó: “¡Miuzté que tié… pelendenguez decir que aquí no hay melodía, cuando Wagner ez el amo de la melodía!”. ¡Jamás habría podido imaginar el gran músico que iba a acabar siendo defendido por un torero!”.
Según Cipriano Martínez, el wagnerismo “representa la revelación de una raza que no es la nuestra. Su labor es profundamente filosófica, matemática, hija del frío cálculo. ¿Cómo, pues, intentamos asimilarnos una forma de arte que no encarna en nuestro modo de ser y de sentir?”. El compositor que sí encajaba en el modo español de sentir, en opinión del cordobés, era Tomás Bretón. Todo ello le sirvió a Pena para concluir su diatriba contra Martínez anunciando cruelmente que “será cosa de ir a la tierra de los gitanos para escuchar alguna pieza de su música y torearla después en las columnas de Joventut”.
Por lo que se refiere a Bretón –principal causante de la divulgación de la sardana por toda Cataluña y autor no sólo de las menospreciadas zarzuelas, sino de numerosas obras sinfónicas, concertísticas y de cámara, tan olvidadas entonces como hoy– Pena lo calificó como “uno de los hombres más funestos de la actual generación de músicos españoles” y, por si fuera poco, le acusó de plagiador de Wagner:
“¡Él, el compositor de menos conciencia artística que conocemos, el músico que más ha engañado a nuestro público dándole gato por liebre, el que sin miramientos ni pudor artístico ha entrado en el campo wagneriano a coger todo tipo de materiales, nos viene ahora renegando del maestro de Bayreuth!”.
Casi tanto como la zarzuela española odió Pena la ópera italiana, especialmente a los veristas que irrumpieron a finales del siglo XIX para tomar el relevo de Verdi. Aunque evidentes herederos de la orquestación wagneriana, ninguno de ellos se libró de que Pena ridiculizara sobre todo la plebeyez de sus argumentos. Así ironizó, en abril de 1900, sobre la Fedora de Umberto Giordano, al que acusó de ramplón, ridículo, mal orquestador y hasta de plagiar a Wagner en algún pasaje. ¡Por no hablar de la suprema vulgaridad de incluir bicicletas en el argumento de una ópera y hasta de sacarlas al escenario!:
“¡Oh, gran Giordano! Tú has regenerado esta santa casa; en ti confiamos los creyentes, la parte sana, el elemento civilizado entre los propietarios y abonados, para que nos desinfectes el local de tanta música sabia, llena de ruido y vacía de inspiración, con la que nos habían infestado los compositores alemanes, y que si nos descuidamos, por un pelo acaba con las tradiciones del bel canto. ¡Gloria al barrendero, es decir, al desinfectador de nuestra escena lírica, al inmenso Giordano!”.
Josep Pla, que trató personalmente a varios de los más destacados wagnerianos de aquellos tiempos, los consideró un grupo singularmente susceptible y belicoso:
“Los wagnerianos forman el estamento ciudadano que presenta las formas más vehementes, más activas y más explosivas de la indignación. Las dos o tres veces que, en uno u otro periódico, y manteniéndome en el puro pasatiempo, intenté ponerle algún adjetivo a la música en cuestión, cayó sobre mi persona tal cantidad de protestas escritas, destempladas, airadas y despectivas –majestuosamente despectivas– que salí escarmentado para una larga temporada”.
En el caso de Joaquim Pena, su belicosidad se manifestó a menudo tanto contra quienes no compartían su fe estética como contra aquellos a los que consideró enemigos de Cataluña, categorías ambas, la de los antiwagnerianos y la de los anticatalanes, a las que consideró poco menos que sinónimas.
De la pluma de Josep Pla nos ha llegado un magnífico retrato de Pena (Joaquim Pena, un perfecte wagnerià), compañero suyo en la redacción de La Publicidad, diario barcelonés de cuya sección de crítica musical se encargó tras el cierre de Joventut en 1906. Pla le definió como un hombre serio, sombrío, severo, de trato glacial, de aspecto insignificante, despectivo por todo lo francés –gavatx, prefería decir él–, wagnerómano rígido y ortodoxo. Sostenía que el elemento básico de la obra de Wagner era la poesía, sustrato de la superestructura musical, y creía que, como poeta, no había otro más grande en toda la historia de la Humanidad, ni los griegos, ni Dante, ni Shakespeare ni nadie. Como crítico, sólo se ocupaba de la temporada del Liceo, y dejaba lo que llamaba “el ñigo-ñigo” –opereta, zarzuela y otras frivolidades– a los amanuenses de la redacción. Cuando iba a la ópera, sólo vestía de smoking cuando se representaban obras de Wagner. Si el autor era italiano o indígena, vestía de diario. Con él sólo se podía hablar sobre Wagner. Lo demás no le interesaba. En palabras de Pla, “era un hombre de pasión monográfica y de una fidelidad ejemplarísima a la propia monografía”, así como “un wagneriano terrible y exigente, uno de los hombres de una susceptibilidad wagneriana más vidriosa que he podido tratar”.
En una ocasión le preguntó Pla sobre el motivo por el que había tantos wagnerianos en Barcelona. Le respondió relacionando la moda musical con otras cuestiones artísticas, sociales e incluso políticas:
“El wagnerismo es el capítulo más grande, más importante, del modernismo. En nuestro país, estos dos aspectos nacieron simultáneamente o casi. El modernismo fue un movimiento de convulsión general europeo, que en nuestro país arraigó prodigiosamente porque coincidió con un estado general de fatiga, y de fatiga política, arquitectónica, musical, artística y hasta decorativa (…) Era una sensación de asfixia general, un ansia de modificar todo lo que constituía el ambiente de la vida habitual, las cosas, los muebles, los vestidos, la decoración, la conversación, el trato, la política”.
Pero no todos los wagnerianos catalanes militaron en las filas catalanistas ni se tomaron los asuntos musicales tan a pecho como el fogoso Pena. Ése fue el caso, por ejemplo, de la figura suprema del modernismo catalán, el egregio escritor y pintor Santiago Rusiñol, que reunió en su mansión de Sitges lo más granado de la música de su tiempo, desde sus paisanos Granados, Albéniz y Morera –para varias de cuyas zarzuelas escribió Rusiñol el libreto–, pasando por el gaditano Manuel de Falla, que compuso allí buena parte de sus Noches en los jardines de España, hasta los franceses Vincent d’Indy y Ernest Chausson, continuadores de la escuela germanizante de su adorado maestro César Franck y autores de varias óperas de estricta observancia wagneriana como Fervaal o Le roi Arthus. Con su característica ironía, Rusiñol redactó en 1910 el siguiente credo de la nueva religión:
“Yo, pecador y glosador, me confieso a Wotan y a la siempre gloriosa Brunilda, al bienaventurado Donner, señor de las tempestades, a las tres hijas del Rin, a todos los gigantes y enanos, y al Dragón de Siegfried, que alguna vez, en broma, he pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión contra Wagner o sus devotos; por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Por lo tanto ruego a la siempre gloriosa Brunilda, al bienaventurado Donner, señor de las tempestades, a las tres hijas del Rin, a todos los gigantes y enanos, y al Dragón de Siegfried, y a usted, Pena, que rueguen por mí al Genio-Nuestro Señor. Amén.
Creo en un Dios-Wagner, genio todopoderoso, poeta y músico, creador del leitmotif y de la melodía infinita; creo en su Tetralogía y en el Parsifal; creo en Luis de Baviera y en la música del porvenir. Creo que Bayreuth es la única verdadera Meca digna de ser conocida. Creo en la Materna (1) como primera intérprete del drama lírico; creo en Beethoven y en Schopenhauer, porque el maestro les tuvo en alguna consideración. Creo que don Ricardo llevaba boina todo el día, que tomaba rapé y que tenía un perro de Terranova muy majo, que creo que se llamaba Robber y que creo que se perdió o se lo afanaron en París. Creo que Max Nordau (2), al tenerle por loco, exagera; creo en la Asociación Wagneriana y en sus publicaciones; creo en el señor Bernis, en el señor Domènech Espanyol, en el señor Suárez Bravo (3) y en el señor Moraguetes (4)…
Creo en todo lo que quieran, relacionado con el Coloso y con su obra. La única cosa que me resisto a creer es que un gran hombre como Wagner fuese vegetariano… Y eso no me lo creo porque se me haría muy cuesta arriba darle la razón al señor Falp y Plana (5). Amén”.
Pero cuatro años más tarde de la sátira de Rusiñol la historia con mayúsculas iba a desviar trágicamente todos los caminos, incluidos los de la música. Porque la wagnerolatría, dominante en la escena musical europea durante cuarenta años, se desvaneció súbitamente con el estallido de la Primera Guerra Mundial, momento en el que el enfrentamiento a muerte con la Alemania guillermina hizo que las simpatías por la cultura germana decayeran súbitamente en todo el mundo. Muchas asociaciones wagnerianas sencillamente desaparecieron a causa de la germanofobia que, mucho más allá de la política, se extendió hasta la música de Wagner, principal representante de lo que se llamó “teutonismo cultural”, y de la irrupción de nuevas tendencias musicales encabezadas, entre otros, por Debussy, Ravel y Stravinsky, y de nuevas modas teatrales como los célebres ballets rusos de Diaghilev. Hasta en Alemania llegó para el wagnerismo una época de vacas flacas de la que sólo se recuperaría, y de manera extraordinaria, con la llegada del muy wagneriano Hitler al poder.
El wagnerismo catalán, aunque disminuido, no desapareció. El culto al universo wagneriano siguió practicándose en las salas de concierto, en las asociaciones excursionistas y en las entidades catalanistas. Un caso ejemplar de fusión de estos planos fue el de Rafael Dalmau i Ferreres, activo excursionista, divulgador medievalista, secretario general de la Unió Catalanista, posterior dirigente de Estat Catalá, subdirector durante la República de la revista del separatismo radical Nosaltres Sols!, director durante el régimen franquista de la Enciclopedia de la Religión Católica (1950) y de las editoriales Dalmau i Jover (desde 1945) y Rafael Dalmau (desde 1959), ambas de indisimulada orientación separatista, y autor de Sigfrid, rondalla heroica inspirada en la llegenda de Wagner, publicada en 1935 para dar a conocer a los niños la obra del compositor alemán.
Dos años antes sus correligionarios del periódico El Be negre habían utilizado a Wagner para ejemplificar la diferencia existente entre las influencias que llegaban a Cataluña desde el norte de las que llegaban desde el sur. Benéficas las primeras, naturalmente, y perniciosas las segundas. Se trató, en concreto, de la llegada a Cataluña de las primeras oleadas de emigrantes del sur de España, sobre todo de Murcia, para trabajar en las obras del metro y de la Exposición Internacional de 1929. Muchos de ellos, salidos de paupérrimas comarcas rurales, padecían tracoma, enfermedad contagiosa de los ojos que provocó singular rechazo en la tierra de acogida. Este rechazo a los emigrantes, que además de tracoma portaban, según los catalanistas, comunismo y terrorismo, fue una nueva dimensión del racismo antiespañol, limitado desde los tiempos de Pompeu Gener a la elaboración intelectual sobre las diferencias históricas, más o menos vagas, entre catalanes y castellanos. En su número del 17 de enero de 1933, El Be negre encabezó un artículo con un recuadro que rezaba “España, para los españoles. Cataluña, para los murcianos”. Y junto a una viñeta, titulada La penetración pacífica y que mostraba las turbas de murcianos famélicos y deformes descendiendo de los autobuses despectivamente llamados transmiserianos, se acompañaban los siguientes comentarios:
“Aires del sur. No siempre las ideas nuevas nos han de venir del otro lado de los Pirineos. Alguna vez las innovaciones ideológicas nos tenían que llegar desde abajo, desde la zona de África. Nos referimos, claro está, al inefable comunismo libertario que tan gallardamente enarbola su procedencia murciano-andaluza. Lo desagradable del caso es, sin embargo, que junto con las ideas nos han llegado sus propios inventores, sus propagandistas, sus implantadores y hasta la masa que les ha de dar calor. Como si cuando llegó el wagnerismo a Cataluña hubiese venido el mismo Wagner acompañado de cincuenta o sesenta mil filarmónicos alemanes que se hubiesen instalado y que, además, tuviesen tracoma”.
Precisamente a la patria de Wagner había llegado Josep Pla como corresponsal de La Publicitat, nuevo nombre del periódico desde que en 1922 lo adquiriera Acció Catalana. Después de haber presenciado en directo el triunfo de Mussolini en Italia, Pla, junto con su amigo y colega Eugeni Xammar, fue enviado en 1923 a seguir los primeros pasos del emergente nacionalsocialismo. Allí se llevarían la sorpresa de que no tocaban música de Wagner en ningún sitio. Pla redactó una crónica intentando explicar a sus lectores catalanes un fenómeno que atribuía a dos posibles causas: la primera, la antipatía por Wagner que quizá experimentaban los socialistas y judíos que gobernaban la República de Weimar; la segunda, que quizá el desorden, el hambre, la miseria y el dolor por la derrota hubiesen llevado a los alemanes a encontrar en el ligero, divertido y superficial Puccini más consuelo que en los productos de la industria pesada de Wagner.
A la redacción del periódico llegó una riada de cartas protestando por que se le hubiera ocurrido considerar a Puccini más importante que Wagner. De todas ellas, a la que más atención prestó Pla fue la de su viejo colega Pena, en la que, entre otros enojos, sostuvo que su comparación entre Wagner y Puccini “obedecía a una desviación pasional que sólo podía darse en un espíritu primario, irresponsable e histérico” y que “había perdido el candor, la puerilidad y la vergüenza y me había puesto al servicio de la prostitución periodística”:
“Y ahora viene usted con su tronado empirismo y nos propone la idea de que la gente aprecia a Wagner cuando come y bebe copiosamente, cuando tiene carbón para la calefacción y abundante tabaco para la pipa, y que cuando las raciones se reducen y en las casas hace frío le gusta Puccini. ¿Se hace usted cargo de la monstruosidad de sus apreciaciones, de la precariedad de su pensamiento? ¿En qué mundo vive? ¿Qué desgraciada fatalidad le lleva a juzgar las cosas superiores con las microscópicas familiaridades del materialismo más cínico? No puedo hacer más, se lo tengo que decir: me ha producido usted una gran decepción, una incómoda desilusión. No sé si estará a tiempo de enmendarse, porque le considero un espíritu equívoco, misterioso y huidizo”.
Entre los muchos años que pasó Pla como corresponsal en el extranjero y los agitados tiempos de la Guerra Civil, los dos compañeros de redacción nunca volverían a encontrarse.
Precisamente la Guerra Civil y la inmediata Segunda Guerra Mundial se cruzarían con el destino del ya moribundo wagnerismo catalán. Las últimas cuotas de la Associació Wagneriana se cobraron en 1936, año en el que su último presidente Alfons Par i Tusquets, veterano catalanista, erudito filólogo y pugnaz opositor a la reforma fabriana, fue asesinado por los republicanos. En 1942 la contabilidad de la asociación reflejó las últimas ventas de libros. Y dos años más tarde, en agosto de 1944, falleció Joaquim Pena coincidiendo con el crepúsculo de los dioses desatado en Berlín por la acción conjunta de los aviones angloamericanos y los tanques soviéticos. Nunca sabremos si Pla llegó a conocer el significativo detalle de que, en la capital alemana, ardiente como el Walhalla, hacía ya tiempo que Hitler, el mayor mecenas de la historia del teatro de Bayreuth, había sustituido en su tocadiscos los dramas de su idolatrado Wagner por una música bastante más ligera. Pero en este caso no las óperas de Puccini, sino las operetas de Lehár.
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Notas:
(1) Amalie Materna, célebre soprano austriaca, especializada en el repertorio wagneriano.
(2) Max Nordau (seudónimo de Simon Maximilian Südfeld), escritor húngaro en lengua alemana, posterior dirigente del movimiento sionista, que en su libro Entartung (Degeneración), de 1892, acusó a Wagner de ser uno de los mayores culpables de la degeneración de la sociedad, junto con Wilde, Huysmans, Zola, Ibsen o Nietzsche.
(3) Conocidos miembros de la Associació Wagneriana.
(4) Rafael Moragas, director escénico del Liceo y cofundador de la Associació Wagneriana.
(5) Josep Falp y Plana, activo militante catalanista, médico homeopático y fundador en 1908 de la Liga Vegetariana de Cataluña, en cuyas actividades y publicaciones se mezclaban el vegetarianismo, el antitabaquismo, el anticafeinismo, el antialcoholismo y el naturismo con el esperantismo, el antiindustrialismo, el ruralismo, el catolicismo y, por supuesto, el catalanismo.