El catalanismo siempre ha tenido querencias nordicistas. El núcleo del argumento consiste en que mientras que Cataluña es parte de Europa, España no lo es. Así de breve, así de contundente y así de textual lo escribió, por ejemplo, Antoni Rovira i Virgili. Ese supremacismo, expresado con palabras más o menos refinadas, desde el alto ensayo hasta el bajo insulto, nació en las décadas finales del siglo XIX y sigue muy vivo en las primeras del XXI. Lo vemos todos los días, pues no en vano se trata del magma profundo del catalanismo en cualquiera de sus variantes.
Los que en aquellos tiempos fundacionales pecaron de ínfulas intelectuales presumieron de que todas las novedades en ciencia y cultura, indefectiblemente llegadas del frío septentrión, habrían entrado en la semítica España a través de la germánica Cataluña. Así sucedió, por ejemplo, con la filosofía de Nietzsche, con el teatro de Ibsen y, de manera particularmente intensa, con la música del más influyente compositor de aquellos días: Richard Wagner.
Efectivamente, el universo wagneriano subyugó con intensidad a muchos catalanes de aquellos días. Probablemente vieron en él un reflejo estético y en cierto modo moral del medievalismo que, aunque presente en toda la Europa del neogótico y el prerrafaelismo, representó un papel muy especial precisamente en Cataluña. No en vano la Edad Media fue el periodo histórico que sirvió como referencia tanto para el renacimiento de la venerable lengua de Muntaner y Desclot como para la idealización de antiguas estructuras políticas que los catalanistas deseaban resucitar. Y no debió de resultar difícil identificar al Sigfrido matadragones con el Sant Jordi local.
El semanario ilustrado L’Esquella de la Torratxa, en su número especial dedicado a Wagner en abril de 1910, llegó a proclamar que “Wagner ha llegado a ser una religión para nosotros” y que “el wagnerismo es la medida de la cultura de un pueblo”. Y tres años más tarde, con ocasión del centenario del nacimiento del compositor, la revista El teatre català lanzó la idea de levantarle un monumento en Barcelona, lo que tendría un alto significado político puesto que “este monumento será un paso importante en el camino de la civilización catalana y una razón que haga pesar más nuestro voto como nacionalidad culta y capaz de gobernarse”.
La primera interpretación de música de Wagner en suelo español había tenido lugar en Barcelona en 1860, cuando Anselmo Clavé dirigió la obertura de Tannhäuser. Otros dos pioneros del wagnerismo en Cataluña fueron Joaquín Marsillach, que publicó en 1878 una temprana biografía del maestro, y José Letamendi, polifacético médico autor de la primera aportación no alemana a Bayreuther Blätter, la revista mensual editada por Wagner.
De la pluma de Letamendi salió también un breve ensayo, titulado La música del porvenir y el porvenir de mi patria (1884), en el que, muy lejos del catalanismo que comenzaría a imperar tras el Desastre del 98, sostuvo que la regeneración de la decaída España sólo podría llegar a través del wagnerismo. Pues, copados los caminos coloniales por otras naciones europeas más potentes industrial y militarmente, la única vía que le quedaba a España para poder aspirar a un gran porvenir pasaba por el arte y la cultura. Y, en concreto, por Wagner, pues “lo que constituye la nota gloriosa de Ricardo Wagner es el haber realizado, por primera vez en la historia, la suprema síntesis del arte aplicado a la superior educación de los pueblos”.
Pero, sin duda, el más grande de los wagnerianos catalanes pasados y presentes fue Joaquín Pena, verdadero apóstol de la religión wagneriana, a la que dedicó incontables trabajos de crítica, divulgación y traducción. Fue el fundador y primer presidente de la Associació Wagneriana que vio la luz en 1901 en Els Quatre Gats y que contaría entre sus socios nada menos que con Albéniz, Granados y Pedrell. La Wagneriana barcelonesa desarrollaría una intensa actividad hasta la Primera Guerra Mundial, cuando la ola de antigermanismo y el desgaste de la estética tardorromántica ante las nuevas tendencias musicales fueron diluyendo la extraordinaria potencia de la que el wagnerismo había gozado en la Europa de la Belle Époque.
Pena ejerció de crítico musical en varios periódicos barceloneses, como El Correo Catalán, La Publicidad y Joventut. Este último fue un semanario, portavoz de la Unió Catalanista, que combinó la militancia política con la divulgación artística y literaria. Una de sus ideas directrices fue la de considerar a Cataluña la vanguardia europea de España. “Cuanto más catalán, más europeo, y cuanto más barcelonés, más universal”, fue uno de los lemas empleados para resumirlo. Según los redactores de Joventut, la superioridad se demostraba entregándose a pasatiempos dignos, entre los que destacaba la música clásica y sobre todo su cima wagneriana. Y deploraban que la mayoría de los catalanes siguieran prefiriendo vulgaridades como la zarzuela, el teatro de Echegaray y, por supuesto, todo lo que tuviera que ver con los toros y el flamenco, indignos entretenimientos sólo apropiados para los “moros españoles”.
1913 fue un año clave para el wagnerismo en Cataluña y en toda España. Además del centenario del nacimiento del compositor, el 31 de diciembre de ese año concluyó la prohibición legal de representar Parsifal fuera del teatro de Bayreuth. Durante treinta años desde su fallecimiento en 1883 se había respetado su voluntad de limitar la representación de su obra cumbre al teatro diseñado por él en dicha localidad bávara. Solamente en tres ciudades habían vulnerado la norma: Nueva York, Amsterdam y Buenos Aires. Pero en el resto del mundo el público operístico tuvo que esperar hasta ese año para poder presenciar en directo el festival sacro que culminó la producción wagneriana. Los que menos tuvieron que esperar fueron precisamente los barceloneses, pues la influyente Associació Wagneriana logró la hazaña de que el primer teatro del mundo en representar legalmente Parsifal más allá de Bayreuth fuera un Liceo barcelonés que alzó el telón mientras sonaban las campanadas que anunciaron el comienzo del malhadado año del pistoletazo de Sarajevo.
Además del morbo de lo prohibido, Parsifal contaba con el atractivo especial de que su acción transcurre, según dice el libreto, en algún lugar indeterminado de las montañas septentrionales de la España goda. Además, el castillo de Klingsor, el malo de la película, se encuentra en la ladera sur de las mismas montañas, frente a la España árabe. Y si a eso se le añade la paronimia entre el Monsalvat wagneriano y el Montserrat catalán, el entusiasmo patriótico estaba servido: ¡Wagner había ubicado el Santo Grial en Cataluña! ¡Y los moros eran los españoles!
Pero los catalanistas de aquellos días no fueron los únicos en engañarse a sí mismos con estas cosas. No fue casualidad que treinta años más tarde, en octubre de 1940, Heinrich Himmler anduviera preguntando a unos estupefactos monjes de Montserrat por el sagrado cáliz que se suponía que se encontraba escondido entre aquellos muros según nebulosa tradición… confirmada por Wagner.
Efectivamente, la escenografía diseñada para el estreno barcelonés incluyó la inconfundible silueta de Montserrat. Y cinco días más tarde Joaquín Pena pronunció una conferencia en la que prometió a sus fervorosos oyentes poner manos a la obra para ver Parsifal representado precisamente allí, en la montaña sagrada de Cataluña.
Pero no fue el estreno liceístico la única iniciativa para celebrar el centenario del maestro, ya que a los entusiastas wagnerianos barceloneses y a sus colegas madrileños, que habían fundado su asociación en 1911, se les ocurrió la idea de repetir la jugada parsifalesca en el Monasterio de Piedra con el objetivo de convertir aquel maravilloso paraje de la provincia de Zaragoza en centro de peregrinación wagneriana, algo así como un Bayreuth español.
Sin embargo, al igual que la fallida representación montserratina, la zaragozana murió antes de nacer por no haber encontrado el apoyo suficiente y por el monumental enfado que el voluntarioso Pena se agarró con los wagnerianos madrileños. Así lo explicó a la revista El teatre català en el número especial (mayo de 1913) dedicado al centenario de la muerte de Wagner:
“La Wagneriana de Madrid no cumplió la palabra que nos dio y no acudió a aquel monasterio el día que habíamos acordado. En cambio, una importante comisión representando a los wagnerianos de Barcelona hizo el sacrificio de ir hasta Piedra mientras los señores de Madrid, después de otros aplazamientos por su culpa, excusaron su ausencia demasiado tarde, teniendo, sin embargo, tiempo para llegar el mismo día a Barcelona para asistir a una corrida de toros, ansiosos de admirar las proezas del Gallo; y cumplida esta deuda sacramental, hicieron acto de presencia a última hora en el Orfeón Catalán con la excusa de imponerle una condecoración. Todo esto sucedió el 9 de junio del año pasado, y nosotros, mientras tanto, en Piedra, haciendo planos, tomando medidas… y esperando sentados”.
Debió de ser un tipo retorcido, el amigo Pena, pues uno de los miembros de la asociación madrileña, Manuel de Cendra, le había informado en sendos telegramas de que varios habían caído enfermos en los últimos días y de que los wagnerianos madrileños se sumarían a los acuerdos que tomaran los barceloneses. Pena agradeció los telegramas, informó de que, a pesar de todo, los barceloneses harían el viaje pues ya habían comprado los billetes de tren y, a su regreso a Barcelona, escribió una larga y amable carta a los madrileños:
“A nuestro regreso de Piedra encontré en casa la carta de Ud. escrita días atrás a raíz de su telefonema anunciando la suspensión del viaje de Uds. El contenido de aquélla me enteró de lo acaecido en el seno de esa comisión y me hago cargo de ello perfectamente, pues por experiencia sé lo que cuesta mover a la gente. Por tanto me limito a desear el restablecimiento de los enfermos y a deplorar la ausencia de Uds., que por una parte nos priva del gusto de conocerlos personalmente y por otra vino a hacer infructuoso nuestro viaje o por lo menos retardar su resultado práctico”.
Sin embargo, todo esto no impidió a Pena hacer un año después las declaraciones mencionadas a El teatre català, declaraciones que, mezclando churras con merinas, concluyó con estas patrióticas y wagnerianas palabras:
“Así pues, diré a la juventud actual, juventud que parece no tener otro empeño que los deportes, que además del cultivo del cuerpo necesita el cultivo del espíritu, y que diga si ha llegado la hora de arriar nuestra bandera y nuestro lema, lema que podemos resumir en estos dos gritos: ¡Guerra a los antiwagnerianos! ¡Guerra a los anticatalanes!”.