–Las notas son solamente pequeños signos escritos en un papel, nada más. ¿Acaso pueden reflejar que el cielo es azul, que el sol es ardiente, que la carne es jugosa o que el vino se nos sube veloz a la cabeza? ¡La música, como la vida, no puede ser insulsa y aburrida!
Así solía abroncar a sus músicos Nikolai Golovanov, bondadoso director de orquesta soviético que, según cuentan los que le trataron, se transformaba en bestia infernal al empuñar la batuta. Siempre exigía a los sufridos instrumentistas más intensidad, más fuerza, más volumen, más pasión. Por eso sus fogosas interpretaciones se hacen difícilmente soportables. Especializado en el repertorio tardorromántico, nos ha legado algunas de las piezas más extrañas de la historia de la música grabada. Por ejemplo, unos poemas sinfónicos de Liszt duros de tragar hasta para un impenitente lisztiano como el que suscribe. Y a su singular concepción de la interpretación orquestal, que hizo que sonase tan extravagante, añadió la libre supresión o adición de elementos no indicados por los compositores, como algunos platillazos desperdigados aquí y allá que sorprenden a los oyentes acostumbrados a las interpretaciones canónicas.
Además, por si esto fuera poco, Golovanov fue un obediente estalinista que aceptó, al parecer de buena gana, las modificaciones en las partituras exigidas por la corrección política de la Unión Soviética de sus días. Porque, aunque hoy no suela recordarse, la corrección política, si bien extendida por el mundo desde las universidades norteamericanas de los años de Kennedy, es invento comunista. Y, efectivamente, también afectó a las notas musicales. Porque a las autoridades soviéticas les pareció inaceptable que Tchaikovski, casi medio siglo antes de la revolución bolchevique, hubiera incluido en las codas de sus celebérrimas Marcha Eslava y Obertura 1812 las notas del himno zarista. Así que el zar rojo, celoso de cualquier competencia incluso con efectos retroactivos, decretó la sustitución de dicha melodía por otra de la ópera de Glinka Una vida por el zar, que, aunque de tema igualmente zarista, al menos no empleaba el himno del régimen recién destruido. Por eso los ciudadanos soviéticos, hasta el derrumbamiento de la URSS en 1991, tuvieron que tragarse en las salas de conciertos la chocante modificación de las partituras tchaikovskianas que hoy podemos comprobar en las grabaciones del estrepitoso Golovanov.
Pero, gracias a Dios, la tijera comunista se ocupó, más que de las músicas, de las letras, que es terreno más propicio para la manipulación. Una de sus víctimas fue el himno soviético. Pues Kerenski prohibió en 1917 el viejo himno zarista e implantó como sustituta a La Marsellesa con letra rusa. Pero esta importación francesa resultaría tan efímera como el propio Kerenski, que pocos meses después se vería obligado a no parar de correr hasta llegar, precisamente, a París, donde compartiría exilio con miles de rusos blancos huidos de los bolcheviques a los que él había abierto la puerta.
Tras La Marsellesa le tocaría el turno a La Internacional, que no tardaría en ser descartada a su vez por excesivamente trotskista. Así que en 1944, en plena Gran Guerra Patriótica contra la Alemania hitleriana, se convocó un concurso para dotar al país de un himno más adecuado. Venció el verso de Sergéi Mikhalkov en el que se describía a Lenin alumbrando el camino y a Stalin guiando al pueblo hacia la gloria. Pero diez años después, tras la muerte del vencedor de la Segunda Guerra Mundial, tocó borrarle del recuerdo, por lo que durante dos décadas el himno se interpretó sin letra. En 1977, el mismo Mikhalkov escribió una segunda versión sin mención a Stalin, que fue la oficial hasta el derrumbe de la Unión Soviética en 1991. Tras un breve intervalo yeltsinesco en el que la música utilizada fue el Canto patriótico de Mijaíl Glinka, el padre del romanticismo musical ruso que había prestado póstumamente una de sus melodías para violar las oberturas de Tchaikovski, Putin rescató la música soviética pero con nueva letra, encargada por tercera vez a un ya anciano Mikhalkov, que cumplió eficazmente su cometido sustituyendo las referencias comunistas y revolucionarias por otras a “nuestra patria sagrada, protegida por Dios”, poco después de lo cual el camaleónico letrista partiría a hacerle compañía.
Parecidas manipulaciones sufrimos por aquí, afortunadamente limitadas a la letra, de momento. Ése es el caso de la hermosa canción del guipuzcoano José María Iparraguirre Ara nun diran, cuya letra dice: “¡Ara España lur hoberikan ez da Europa guztian!” (¡Ahí está España, la tierra que no tiene igual en Europa entera!). Hoy esta canción se falsifica a menudo, pues suele imprimirse y cantarse con esta nueva letra: “¡Ara Euskadi [o Euskal Herri] lur hoberikan ez da Europa guztian!”. Ya hace un siglo los nacionalistas intentaron cambiar la estrofa “Eman ta zabalzazu munduban frutuba” (“Da y esparce tus frutos por el mundo entero”) del Guernicaco Arbola del mismo Iparraguirre, sustituyendo el mundo por Euskadi, pero la iniciativa no llegó a cuajar.
En la vecina Cantabria no se han quedado cortos. Porque cuando en 1926 Juan José Guerrero Urreisti compuso, por encargo de la diputación provincial, su Himno a La Montaña, no pudo imaginar que sesenta años después los próceres de la taifa cambiarían la letra por no encajar en las nuevas modas políticas. De este modo, la palabra Montaña quedó sistemáticamente sustituida por Cantabria, empezando por el título; y la pecaminosa estrofa final, que decía “Hijos de la Montaña noble de Santander”, ha sido sustituida por el horroroso ripio “Hijos de mi Cantabria, nobles de mi querer”.
Algo parecido sucede con el Himno de Andalucía, con texto de Blas Infante y música de José del Castillo, director de la Banda Municipal de Sevilla en tiempos de la República. El problema radica en que la letra oficial del himno reza “¡Andaluces, levantaos! ¡Pedid tierra y libertad! ¡Sea por Andalucía libre, España y la Humanidad!”, pero la original del padre de la patria andaluza, y aprobada en 1918 por la Asamblea Andalucista de Ronda, decía Iberia en vez de España, dada su concepción federal de una Península Ibérica con Portugal incluido. Aunque los andalucistas y buena parte de la izquierda prefieren una tercera: “los pueblos y la Humanidad”. Cualquier cosa menos la maldita palabra inventada por Franco.
Por no hablar de la eterna polémica acerca de la inexistente letra del himno nacional, sobre la que se vuelve una y otra vez sin llegar jamás a una conclusión. Las dos más célebres, y probablemente las más asentadas, salieron hace ya un siglo de las plumas de Eduardo Marquina y José María Peman, culpables ambos de haber militado en el bando rebelde durante la Guerra Civil. Por eso se descartan instantáneamente sus letras bajo la acusación de franquistas a pesar de haber sido escritas en 1927 y 1928.
Y para acabar de arreglarlo, el cachondo de Albert Boadella declaró hace algunos años que, tanto por la belleza de la música como por la de la letra, el himno nacional debería ser el Cara al Sol.
Marcha Eslava, op. 31 de P. I. Tchaikovski interpretada por Nikolai Golovanov.
La melodía de M. Glinka introducida para eliminar el himno zarista comienza en el minuto 9:08.
Ara nun diran de J. M. Iparraguirre con su letra original.
¡Ara España, etc.! a partir del minuto 1:13.