Cada año me propongo no recaer, pero es en vano. No puedo evitarlo. No es que me sienta un año más viejo ni nada parecido. Afortunadamente he entrado en la edad de las canas sin graves reproches que hacer a mi destino. La vida no es gran cosa, es cierto, pero desde luego que hubiera podido ser peor. Mucho peor. Además, la tragedia persigue sin descanso a la vida del hombre, que no puede evitar que ya desde el día de su nacimiento esté empezando a morir. Es una impía frivolidad quejarse por cumplir años. La única queja debiera ser no cumplirlos. ¡Qué no darían por poder seguir envejeciendo aquéllos a los que un destino cruel interrumpió sus ilusiones, sus alegrías, su vida toda –y las de sus seres queridos– a una edad en la que nadie debería morir! Supongo que la ley del Karma es la explicación más razonable para la tragedia de la vida del hombre, pero, en cualquier caso, hay que tener en ella una fe que yo no tengo. Aparte de que, aun con ella, es difícil de digerir que un ser humano tenga que pagar tan duramente por existir.
Pero me estoy dejando ganar por la tristeza. Quizá tenga que ver en ello no sólo lo que me impulsó a escribir este artículo el primer día del año, sino estar escuchando música excesivamente melancólica para un día tan letárgico, oscuro y lluvioso.
Pero volvamos al principio, que también era la música. Pues todos los primeros de enero me ocurre lo mismo con el Concierto de Año Nuevo. No suelo escuchar valses el resto del año (salvo los de El caballero de la rosa), pero este día intento no perderme el concierto vienés. Y mi reacción es siempre la misma. La sonrisa no me abandona durante el tiempo que dura el concierto, de modo similar a lo que les sucede a los privilegiados asistentes a la sala de la Musikverein vienesa, rodeados de belleza, elegancia, flores y, sobre todo, de la maravillosa alegría de la música de los Strauss. Pero hacia el final, sobre todo con El bello Danubio azul, la sonrisa se ve sustituida por la congoja, tan cierta, tan palpable, tan carnal, que hasta me duele la garganta.
Y es que no puedo evitar pensar –o sentir– que ese concierto, esa orquesta, ese director, esos instrumentos, esa música, no son más que un irreal reflejo de un mundo que ya no es; como si se tratase de una imagen de otra época que se trasladara a nuestros días para recordarnos lo que fue Occidente, para mostrarnos –y hacernos sufrir por ello– nuestra suicida estupidez.
No sé quien dijo que el hombre empieza a ser viejo cuando encuentra más placer en mirar hacia el pasado que hacia el futuro. Todos los primeros de enero el Danubio azul me hace sentirme viejo, muy viejo.