Los enemigos de Franco suelen menospreciarle recordando que no se trató de una persona particularmente filarmónica. Efectivamente, por la escasa información disponible al respecto, parece que fue así. Pero ninguno de sus sucesores al mando del Gobierno español parece haberse distinguido por su devoción a Euterpe, aunque en estos casos no se utilice como acusación.
Al margen de los gustos artísticos del Caudillo, no fueron pocos los músicos que pusieron sus pentagramas al servicio de la causa rebelde: por ejemplo, el falangista guipuzcoano Juan Tellería, compositor de música sinfónica y de zarzuelas. Las obras con las que cosechó más éxito de crítica y público fueron el poema sinfónico La dama de Aitzgorri (1917) y la zarzuela El joven piloto (1934), pero por lo que pasó a la historia fue por ser el autor de la música del Cara al Sol, reutilización de una obra anterior titulada Amanecer en Cegama. La música y la letra del himno falangista se interpretaron por primera vez en un restaurante vasco de Madrid, el Or-Kompon, al que solían acudir José Antonio Primo de Rivera y otros falangistas como Agustín de Foxá, Dionisio Ridruejo, Rafael Sánchez Mazas y Jacinto Miquelarena. Así recordaría Foxá, en su Madrid, de Corte a checa, aquella noche de composición, en diciembre de 1935, entre chacolí, sidra y bacalao:
“Era una especie de cueva vasca, con acuarelas de Guipúzcoa en los zócalos (...)
Después de la cena, el maestro se puso al piano. Tocaba pasodobles y tangos.
–Oye, toca ése que hiciste el otro día.
Sonó una música enérgica, alegre y guerrera.
–¿Te gusta, José Antonio?
–No está mal. A ver, ¿cuántos poetas hay aquí?; podríamos hacer un himno para que lo cantaran los chicos (...)
Eran las dos y media de la madrugada (...) Sonaron los primeros compases. Comenzaron a cantar. La música se hacía densa; eran voces juveniles que invocaban a la muerte y a la victoria. Se ponían firmes inconscientemente, levantaban el brazo. Y era que estaba allí el himno, arrebatándoles, sorprendiéndoles a ellos mismos, vivo ya, independiente, desgajado de sus autores”.
El 18 de julio sorprendió a Tellería en Madrid, y como el camarero del Or-Kompon que estuvo presente la noche de la composición le denunció por ser el autor del himno falangista, dio con sus huesos en la cárcel Modelo a pesar de su alegación de que “la música no delinque”. A diferencia de muchos compañeros de partido, se libró milagrosamente de las matanzas de aquel trágico verano del 36. A continuación pasó feas experiencias en la checa del sanguinario García Atadell, de la que consiguió salir con vida fingiéndose loco, lo que, según testimonios de quienes le conocieron, se le daba bastante bien salpicando sus monólogos con términos extravagantes. Interrogado en la checa sobre su autoría del Cara al sol, se fingió amnésico y pidió que se lo tararearan:
“Reconozco difícilmente esa melodía a causa de la inexperiencia vocalizante del que la ha cantado, pero casi puedo asegurar que es mía. Lo que no puedo comprender es cómo llegó a poder de los fachistas. Los fachistas me la robaron seguramente en uno de mis frecuentes periplos a lo stendhaliano”.
Librado de nuevo por los pelos, tuvo que afiliarse a la CNT para sobrevivir durante los dos años en los que siguió atrapado en el Madrid republicano. Tras la victoria de los suyos compondría varios himnos para el nuevo régimen, como el de la División Azul y el del Frente de Juventudes, así como la banda sonora de la película Sin novedad en el Alcázar. Sobre la labor de hermanamiento musical de los españoles realizada por el Frente de Juventudes escribió Tellería en 1943:
“Realiza el Frente de Juventudes una altísima misión ensanchando en los corazones juveniles con sus cantos, bandas de música, rondallas y solistas de toda clase de instrumentos, agregados a la danza, el camino para conocer mejor a España. Antes del Glorioso Movimiento, un sortxiko, una sardana y una guajira eran motivo de perturbación. Hoy no es así: gracias al Caudillo Francisco Franco empieza a ser España una alta escuela de Polifonía y Polirrítmica, donde se lima todo discantus y tienen amorosa acogida todas las voces de España. Hacer nobles los sentimientos del corazón y que nuestros cantos sean plegaria elevada a Dios para que proteja a España y a su Caudillo Franco es nuestro deber, y que el arte músico cumpla gozoso este acto de servicio es nuestra aspiración. ¡Arriba España! ¡Viva Franco!”.
La posteridad no ha sido benévola con un compositor que gozó de considerable celebridad en el primer tercio del siglo XX: en 1972 ETA voló el monumento conmemorativo erigido en su Cegama natal; su música, profundamente vasca la mayor parte de ella, nunca se programa; y ahora están en el proceso de eliminación de la calle con su nombre.
También guipuzcoano fue el jesuita Nemesio Otaño, enemigo personal de Tellería a lo largo de toda su vida e incluso hostil a un Cara al sol que le pareció un himno demasiado revolucionario y ajeno a la tradición, a diferencia de una Marcha Real efectivamente rechazada por los falangistas por su carácter monárquico. Organista de la basílica de Loyola y autor de numerosas partituras religiosas, en su faceta de musicólogo publicó varios estudios sobre música popular, eclesiástica y militar. El 18 de julio se encontraba en su Azcoitia natal, que sería tomada por las tropas de Franco, como la mayoría de la provincia de Guipúzcoa, en septiembre. Así resumió a su amigo Manuel de Falla aquellas semanas que le tocó vivir bajo dominio republicano:
“Los dos meses que estuve bajo los rojos separatistas fueron un auténtico sobresalto. Los rojos quisieron llevarme por tres veces a la cárcel de Ondarreta, que hubiera sido ir al martirio, pero los nacionalistas me declararon prisionero suyo y así estuve detenido hasta que entraron las tropas”.
Durante aquellos dos meses compuso el himno titulado ¡Franco, ¡Franco!, “en honor al Generalísimo y Caudillo de España”, que comenzó a interpretarse inmediatamente en las salas de concierto de la España nacional. He aquí el primero y el último cuarteto de su texto:
“¡Franco!, ¡Franco!, tu nombre es el blasón,
¡Franco!, ¡Franco!, de nuestra España voz.
Cuando mandas mirando cara al sol,
van tus hombres detrás de tu fulgor (…)
Que tu nombre claro y glorioso
ilumine la nueva España,
y sea nuestra Patria siempre inmortal.
¡Dios y España premien tu gesta triunfal!”.
Tras el triunfo de los suyos, Otaño estuvo al frente del conservatorio de Madrid durante más de una década, dirigió la prestigiosa revista Ritmo y encabezó, junto al pianista José Cubiles y el egregio compositor Joaquín Turina, la recién creada Comisaría General de Música, que desplegó una intensa actividad de propaganda internacional, sobre todo en la Italia fascista y el III Reich. Entre otros honores, recibió los de ser nombrado caballero de la Orden de Alfonso X el Sabio y miembro de la Academia de Bellas Artes de san Fernando.
Aunque en sus años de madurez su fecundidad creativa menguó considerablemente, Joaquín Turina colaboró con la propaganda del régimen poniendo música a algunas películas históricas de la primera posguerra así como al documental del NO-DO Primavera sevillana (1943). También desplegó, junto a su actividad como comisario de la Música, que ejercería hasta su fallecimiento en 1949, una activa labor de crítico. Ya desde sus prebélicos tiempos en el diario católico El Debate se había distinguido por su enemistad hacia las vanguardias de entonces, a las que acusó de deshumanizar la música: “La victoria de nuestros soldados ha barrido, al menos en el ámbito de la música, toda esa confusión”, proclamó. El 29 de marzo de 1939, un día después de la entrada triunfal del ejército de Franco en Madrid, Turina regresó a la redacción de El Debate, cerrado por las autoridades republicanas desde el 20 de julio de 1936, para proclamar con euforia: “¡Volvemos a vivir!”.
Hostil al “desprestigiado jazz”, también se opuso a los arreglos y versiones vulgarizadoras de obras clásicas y propugnó que el nuevo Estado las prohibiese:
“Por todas estas razones, y aunque sólo fuera por un simple decoro profesional, creo que es preciso salir al paso de semejantes abusos con una orden a rajatabla, que de la Superioridad pase a las secciones de Variedades y de Ejecución de la Sociedad de Autores. Dicha orden debe ir acompañada de las máximas sanciones para los individuos, mal llamados músicos, que, incapaces de escribir ni siquiera la menor piececilla para acompañar un baile, entran a saco en la gran música, donde todo lo tienen hecho y donde nadie se ha cuidado de cerrarles el camino para sus sacrílegas profanaciones”.
Maestro de Tellería en su juventud, y coautor junto a él de la frívola revista El cabaret de la academia (1927), había sido el madrileño Conrado del Campo, de gran influencia y renombre internacional. Su música camerística y sinfónica fue muy valorada en el mundo musical germánico por su estilo deudor de los grandes maestros tardorrománticos, de Brahms y Wagner hasta Strauss. Pasó toda la guerra en Madrid mientras su hijo, que había conseguido escapar del Madrid republicano, luchaba en el ejército de Franco. Veterano catedrático del conservatorio madrileño y crítico musical del diario El Alcázar, Conrado del Campo siguió componiendo hasta su fallecimiento en 1953. Entre obras orquestales, cuartetos de cuerda, óperas y zarzuelas, dio a luz en 1944 Ofrenda a los caídos. Poema sinfónico de la Guerra Nacional. Con evidentes referencias a la letra del Cara al Sol, su texto recitado, de José María Pemán, reivindicaba para el bando nacional la condición de defensores de la fe:
“Señor, Dios de los Ejércitos, cuya mano da a los hombres la vida y la muerte, en la victoria o en la derrota. Acuérdate, Señor, de los que, defendiendo tu fe, cayeron envueltos con tu nombre en los campos del honor. Señor, tú que sabes lo efímero de esta vida, bendice los sueños de los que cayeron. Guíalos por tu Reino, para que desde los luceros inspiren nuestros actos”.
Así comentó su estreno en febrero de 1944 el insigne guitarrista y crítico musical de ABC Regino Sainz de la Maza:
“El estreno del poema sinfónico del eminente músico, en homenaje a los Caídos, era esperado con gran interés. Todos sabíamos la ilusión que en esta obra había puesto su autor y las circunstancias en que fue escrito. Pues bien, la obra no desmiente la grandeza de aquellas horas decisivas. Animada de un profundo acento patético, el aliento de sus temas, intensificado por una rica orquestación sobre la que se proyectan reflejos wagnerianos, adquiere momentos de real vigor expresivo”.
También puso su música al servicio del bando rebelde Ernesto Halffter, que se encontraba en Lisboa, becado por la Academia de Bellas Artes de san Fernando, al estallar la guerra. Algunas semanas después envió una carta a la Junta Nacional de Burgos:
“Adherido con todo el entusiasmo al movimiento nacionalista, me ofrezco para lo que ese Gobierno quiera utilizarme dentro de mis posibilidades. Aguardando sus órdenes, continuaré entretanto aquí dedicado a mi labor, que es también una forma de servir a la Patria”.
Tanto él como su mujer portuguesa colaboraron con la propaganda del bando nacional en el país vecino. Y en 1937, inspirado por la célebre Noches en los jardines de España de su maestro Manuel de Falla, compuso Amanecer en los jardines de España, breve pero notable partitura cuyo título hacía obvia referencia al último verso del Cara al Sol y cuyos derechos cedió en beneficio del ejército de Franco. Tras una inquietante introducción que simboliza la República, en su desarrollo se entrecruzan el Himno nacional, el Cara al sol, el Oriamendi y el Himno de la Legión, unificando así musicalmente las principales fuerzas política del alzamiento con la nación y el ejército.
Otro destacado apologista musical de Franco fue el barcelonés Antoni Massana i Bertran. Wagneriano como del Campo y jesuita como Otaño, puso su musa al servicio del régimen del 18 de julio con obras sinfónico-corales como ¡Arriba España!, Despliega tu bandera, Dios y patria, Elegía azul, Cruzados del Señor, Marcha Imperial, Y el Imperio volvía, Marcha fúnebre a los caídos y Cantata a Cristo Rey, cuidadosamente ausentes del artículo a él dedicado en la Gran Enciclopedia Catalana. Desde la terminación de la guerra hasta su fallecimiento en 1966, estrenó numerosas óperas, oratorios, canciones y otras obras en lengua catalana. En 1953 fue galardonado con el Premio Nacional de la Música por su ópera Canigó sobre el poema de Verdaguer.
También catalán fue Vicenç Maria de Gibert i Serra, más conocido por sus facetas de organista y critico musical de La Vanguardia que por la de autor de algunas piezas inspiradas en la música popular de su región. Discretamente recluido durante la guerra en un rincón de las montañas catalanas, esperó ansioso la llegada del que llamó “ejército salvador”. Así describió dicha llegada en un artículo del 5 de abril de 1939:
“Llegado el momento, desplegose la enseña nacional en el salón tres veces centenario, alineáronse grandes y chicos, los brazos se alzaron abiertas las manos –¡bórrese de nuestra mente la memoria del puño cerrado vengativo, feroz!– y yo acometí fortissimo en el piano, menguado instrumento para tamaña empresa, los severos, majestuosos acordes del Himno Nacional. Bajo mis dedos, que hubiera querido de hierro, imaginé que hundía para siempre un pasado siniestro, mientras surgía del cordaje en conmoción aquella música concisa, vibrante, marcial, a la par que acogedora, serena, confortadora y sublimadora del espíritu (…) Jamás el final de la Quinta Sinfonía, vencedor del destino adverso, ni la oda Schilleriana al gozo y a la libertad de la Novena, ni la invocación a la paz, tan intensa en su brevedad, melodía apenas apuntada que sublima la terminación de la Missa Solemnis, me habían conmovido tan hondamente. Estas páginas cumbres de la música habíalas yo escuchado como diletante; ahora ejecutaba yo y escuchaba el Himno Nacional como hombre que, después de haber sufrido y anhelado la liberación, siente que el corazón se le dilata en una atmósfera de victoria, de gozo, de libertad, de paz”.
El caso más singular fue, sin duda, el del mayor compositor español del siglo XX, Manuel de Falla. Afincado en París durante los primeros años del siglo, decidió regresar a España al estallar la Primera Guerra Mundial. Así le explicó su francofilia y su germanofobia a su amigo, mecenas y asesor financiero el diputado conservador Leopoldo Matos:
“¡Viva nuestra raza, la inmortal, la grande! ¡Abajo los teutones, vergüenza de Europa! ¡Cómo corren, cómo corren los que ayer tronaban tan fuerte!”.
Tanto él como su hermano pensaron enrolarse en el ejército francés “por lo mucho que debemos (y yo sobre todo) a esta querida tierra de Francia”, pero acabaron desistiendo por no dejar a sus padres y hermana sin medios de subsistencia. Esta francofilia volvería a representar un papel importante en los últimos años de su vida, esta vez a causa de la Segunda Guerra Mundial.
Fervoroso católico y totalmente ajeno a la política, se asombró y alegró de que la Segunda República, cuya proclamación consideró revolucionaria, hubiese llegado en paz y tranquilidad. Pero no tardaría en desencantarse. Ante las primeras violencias anticatólicas de mayo de 1931, él y otras personas distinguidas de Granada enviaron el siguiente telegrama al presidente Alcalá-Zamora, también católico:
“Grupos no numerosos han estado dos días cometiendo en la ciudad toda clase de sacrilegios, atropellos a domicilios religiosos e insultos a sus personas, sin eficaz intervención autoridades. A V. respetuosamente, como representante supremo Poder, acudimos con nuestra información y nuestra indignada protesta”.
En enero de 1932 el Gobierno decretó la retirada de los crucifijos de las escuelas, lo que provocó que Falla escribiera a su amigo Fernando de los Ríos, ministro de Instrucción Pública, lamentando la ofensiva anticristiana y que no se tuviera con la fe de los católicos, tan mayoritarios en España, “el mismo respeto que se concede a la de los moros y judíos de Marruecos”. E incluso se permitió la ironía, no demasiado habitual en él, de preguntarle si, ya que se proponía crear un Instituto de Estudios Árabes, acaso fuese a prohibir que en él se estudiase el Corán.
Dos meses después rechazó un homenaje que pretendió ofrecerle el ayuntamiento de Sevilla con el argumento de que si a Dios se le había retirado oficialmente todo homenaje, ¿cómo podría él, su humilde criatura, aceptar uno?
En las elecciones de febrero de 1936 la candidatura de derechas, por la que votó Falla al igual que en 1933, venció en la provincia de Granada. Como en otros lugares de España, los izquierdistas se movilizaron tan ruidosa y violentamente que consiguieron que el Congreso anulara las elecciones y acordara una segunda vuelta que arrojó el resultado opuesto. Y por el camino quedaron los incendios y saqueos del teatro Isabel la Católica, varias iglesias y conventos, los talleres del periódico de la CEDA, varios cafés, fábricas y comercios, el club de Tenis, las sedes de Falange y de Acción Popular y numerosas viviendas privadas. En esta ocasión, Falla dirigió a su viejo conocido Manuel Azaña, nuevo presidente de la República, una carta que nunca recibió respuesta:
“Mi muy distinguido amigo: Quiero manifestarle un vivísimo anhelo, en el que participan muchos miles de españoles: que veamos el final de esta etapa de amargura que sufrimos los cristianos de España a causa de la destrucción de nuestros templos, de las inmundas blasfemias públicas y colectivas –comenzando por los ultrajes más horrendos al Santo Nombre de Dios, venerado hasta ahora en todos los siglos y por todos los pueblos cultos e incultos de la tierra–, y del martirio de personas que han consagrado su vida a la caridad. Por eso yo suplico, no sólo al presidente de la República sino a la persona de tan fina sensibilidad literaria que siempre he considerado como amigo, que nos ayude en este trance sirviéndose de su autoridad suprema. Con tal esperanza le dirijo esta carta, la única que desde hace mucho tiempo escribo, a causa de una grave enfermedad, ocasionada por todos esos sacrilegios y sucesos, que ha puesto en peligro mi vida. Y esté usted absolutamente seguro de que le hablo sólo como católico, con independencia de todo interés político (que nunca he tenido) o puramente humano, cuya mezcla con la religión me ha parecido siempre reprobable”.
Pero tampoco se abstuvo de criticar los que consideró errores ideológicos provenientes del otro lado. El 8 de julio, cinco días antes del asesinato de Calvo Sotelo, envió una carta a Ramiro de Maeztu en la que le expuso su opinión sobre cómo contrarrestar la revolución que se estaba desatando en aquellos precisos días:
“El único remedio que tenemos contra ella es, no una contrarrevolución de tipo conservador, que mantiene incluso lo execrable, por ser seguro, sino otra revolución más profunda y alta, guiada por el amor que debemos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos”.
Y estalló la guerra. Y comenzaron a caer amigos suyos en ambos lados. Muy cerca de él, y a pesar de sus intentos de intercesión, García Lorca fue asesinado por los nacionales. Y en Fuenterrabía, su mejor amigo, Leopoldo Matos, corrió la misma suerte a manos de los republicanos. Deprimido y encerrado en su casa granadina, enfermó de consideración y sufrió desnutrición durante meses.
Pero, a pesar de todo, la defensa de la religión por parte de los alzados fue el factor clave para que Falla se alineara con ellos. Obsesionado con la evitación de muertes innecesarias, el 18 de septiembre escribió a su amigo y paisano José María Pemán para rogarle que mediara ante las autoridades en aquellos momentos de furia bélica:
“Ya sé que en estos momentos, siendo tantos y tan horrendos los crímenes que determinaron el actual movimiento salvador de España, la serenidad de juicio se hace a veces dificilísima; pero por eso mismo creo de obligación estricta para los cristianos que insinuemos nuestros temores y amarguras a quienes, por el cúmulo de graves responsabilidades y preocupaciones, se ven a veces fatalmente obligados a recurrir a procedimientos expeditivos que en tiempos normales no pondrían seguramente en práctica”.
Un mes más tarde escribió al general Queipo de Llano para felicitarle por “la espléndida hazaña de julio con la que inició Vd. en España su movimiento salvador” y para pedir a Dios que “el santo grito de Viva Cristo Rey, que tantos mártires lanzan al morir, tenga fecunda eficacia en el convencimiento y en las obras de los cristianos españoles que aún vivimos. Esto es: que el divino Evangelio de justicia, de amor y de misericordia sea puesto en práctica”. Y en sucesivas cartas a Pemán manifestó su alegría por la “felicísima reconquista” de Málaga así como su deseo de que el ejército de Franco no tardase en tomar Madrid.
En 1937, ante la insistencia del general monárquico Luis Orgaz de dotar al ejército nacional de un nuevo himno, arregló el Canto de los almogávares de la ópera Els Pirineus de su maestro Felipe Pedrell. El proyecto, titulado Himno Marcial, cayó pronto en el olvido a pesar de la letra escrita por Pemán y atemperada en sus heroicos ardores por Falla:
“Alcemos la bandera, la bandera de la Patria,
su punta es una estrella que nos va anunciando el alba…”.
El 1 de febrero de 1938 el servicio de prensa del Gobierno de Burgos en Londres publicó la siguiente declaración de Falla, titulada My hope (Mi esperanza), reproducida un mes más tarde en la revista francesa Occident:
“Aunque me encuentro al margen de toda política, y a pesar del dolor intenso que me causa cualquier guerra, celebro el alzamiento nacional de España con la esperanza de que no tengamos que seguir sufriendo las blasfemias gritadas en nuestras calles, las destrucciones y sacrilegios perpetrados en nuestras iglesias y cementerios, el saqueo de nuestras bibliotecas, la destrucción de nuestros antiguos tesoros artísticos, el martirio de los ministros y servidores de Dios, todo ello cometido con el satánico propósito de arrancar de la conciencia del hombre la esencia eterna de su origen divino. Esto es lo que yo siento y digo con toda la convicción cristiana que me impele a situar a Dios por encima de todo y a esperar, con deseo ardiente, la llegada del día en el que España y todas las naciones merezcan los dones inmensos de la verdadera paz, de la clemencia y de la justicia y gracia de Dios”.
El 1 de abril de 1939 concluyó por fin la guerra española, pero los tambores de guerra en Europa sonaban más fuertes cada día. Al francófilo Falla le desesperó que Francia volviese a estar en guerra contra Alemania y temió que España pudiese acabar participando. Con una guerra había tenido suficiente. Además, él y su hermana estaban pasando por una temporada de estrecheces económicas a causa de su escasez productiva, agravada por las muchas penalidades de la posguerra. Invitado por la Institución Cultural Española de Buenos Aires a dirigir una serie de conciertos en el teatro Colón, el estallido de la Segunda Guerra Mundial a principios de septiembre le convenció para abandonar suelo europeo un mes más tarde. El insigne crítico musical Federico Sopeña recordaría cuarenta años más tarde que “soy testigo de excepción de la preocupación de Turina por Falla, no exiliado, pero tampoco dispuesto a volver a una Europa con Francia derrotada”.
Se instaló en Alta Gracia, localidad serrana de la provincia de Córdoba en la que supuso que mejorarían sus achaques respiratorios. El Gobierno de Franco, deseoso de que Falla regresara a España, le prometió una renta vitalicia y le concedió honores como la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio, pero su frágil salud y el miedo a la guerra acabarían atándolo a una Argentina de la que no regresaría con vida.
Concluida la guerra mundial, recibió del Gobierno de Madrid una última propuesta de regreso, que le fue transmitida por el viejo dirigente catalanista Francesc Cambó, vecino suyo en Alta Gracia. Así le respondió:
“Aunque tan honrado como agradecido por sus ofrecimientos en nombre del Gobierno, sigo pensando como hasta ahora he pensado en cuanto se relaciona con mi regreso a España, o sea que por la tranquilidad que exigen el delicado estado de mi salud y la posible eficacia de mis trabajos de música, debo esperar, para mi tan deseado regreso a nuestra patria, a que en Europa comiencen siquiera a estabilizarse las cosas”.
En los últimos meses de su vida prestó especial atención a los debates sobre España en la ONU y a las propuestas de varios gobiernos –sobre todo México, Francia y, naturalmente, la URSS– para intervenir militarmente con el propósito de arrojar a Franco del poder. Además, la aparición de la bomba atómica le había convencido de que la Humanidad no tardaría en autodestruirse.
El 14 de noviembre de 1946, Manuel de Falla expiró en tierra argentina sin haber podido terminar su Atlántida, que quedaría en manos de su discípulo Ernesto Halffter. Ocho décadas más tarde, algunos autores sostienen que Falla huyó de la España de Franco. Andrés Trapiello, por ejemplo, ha afirmado en Las armas y las letras que “el ferviente católico Falla, al término de la guerra, se exilió en Argentina y no volvió nunca a pisar suelo español, poniendo tierra y mar de por medio con aquellos asesinos que debía de considerar escasamente cristianos”.
Pero mientras la vida de Falla se apagaba en la otra orilla del Atlántico, en España comenzaba a ascender la estrella del compositor que habría de sustituirle al frente de la música española: Joaquín Rodrigo. Nacido en Sagunto en 1901 y ciego desde los tres años a causa de la difteria, no fue hombre de preocupaciones políticas. En las primeras elecciones republicanas (junio de 1931), de listas abiertas, votó, como explicó por carta a su novia y futura esposa, a las personas que le parecieron más adecuadas con independencia de a qué partidos representasen, si bien dejó traslucir desprecio a los monárquicos y rechazo a los socialistas:
“He votado a los más inteligentes sin preocuparme a qué partido pertenecen y con tal forma que han resultado dos de derechas, uno del centro y dos de izquierda (…) Todos son republicanos. Ya no hay monárquicos. Han desaparecido por el escotillón de la intransigencia los unos, y los otros por la falta de ideales marchándose al sol que más calienta. No, no he votado a los socialistas, no acaba de gustarme su programa (…) Por otra parte, yo no voto nunca a los partidos ni a las ideas, voto a los hombres. Y sólo me interesan cuando son buenos, honrados, inteligentes y fuertes”.
Cuando estalló la guerra, Rodrigo se encontraba en París, donde había estado formándose musicalmente con el influyente maestro Paul Dukas durante varios años. Su elección política quedó clara cuando aceptó participar en el curso de verano de 1938 de la Universidad Menéndez Pelayo de Santander, donde se concentró la cúpula intelectual de la España nacional, mayoritariamente falangista. Sus tres conferencias, con el título conjunto de “La música instrumental en las cortes imperiales de España”, encajaron muy bien con un falangismo exaltador de la España del siglo XVI como modelo para el nuevo Estado.
De regreso hacia París, cenando en San Sebastián con el marqués de Bolarque y Regino Sainz de la Maza, el ilustre guitarrista y activo falangista le lanzó el reto de componer para él un concierto para guitarra y orquesta. Rodrigo, animado por un par de copas de Rioja, recogió el guante.
En junio del año siguiente, ya concluida la guerra de España, participó, junto al gran pianista Ricardo Viñes, intérprete reverenciado por sus amigos Ravel y Debussy y dedicatario de las Noches en los jardines de España de Falla, en un concierto organizado por la embajada española en París a beneficio de los niños víctimas de la guerra. Y el 3 de septiembre, dos días después de que los tanques alemanes entrasen en Danzig, el compositor y su esposa pianista cruzaron la frontera francoespañola con escaso equipaje y una partitura: el Concierto de Aranjuez. Gracias a sus contactos en las altas esferas no tardó en conseguir los puestos de asesor musical de Radio Nacional, profesor del conservatorio y crítico musical del diario Pueblo.
El estreno del Concierto de Aranjuez tuvo lugar en Barcelona el 9 de noviembre de 1940, seguido de sendas interpretaciones en Bilbao y Madrid en las semanas siguientes. Su éxito fue inmediato y procuró a su autor una fama mundial que le acompañaría toda la vida. Por otro lado, el hecho de que se tratase de un concierto para guitarra tenía un especial significado en aquella España posbélica en la que se la exaltaba como el instrumento definitorio de la tradición musical española, heredera de la vihuela de los siglos imperiales. Además, tanto este concierto como otros posteriores encajaban en la corriente castellanista que identificaba el folclore y el carácter castellano como lo genuinamente español frente al estereotipo andalucista que hasta el gaditano Falla, autor de partituras andaluzas tan sobresalientes como La vida breve o El amor brujo, había abandonado en la década de los veinte para acercarse a los modos y referencias castellanas (El retablo de Maese Pedro, Concierto para clave). El propio Rodrigo acuñó el término neocasticismo para definir esta manera de entender la música española.
El concierto también conoció el éxito tras su estreno en varios países amigos del nuevo régimen: en primer lugar, la triunfante Alemania en 1941, Portugal en 1943 y Argentina en 1947. Y tras él llegaría el segundo éxito de Rodrigo: su Concierto heroico para piano y orquesta, inspirado por las ruinas de su natal Sagunto. Estructurado en cuatro movimientos representados respectivamente por la espada, la espuela, la cruz y, finalmente, por el laurel como símbolo de la victoria, consiguió el Premio Nacional de Música de 1942.
El más activo embajador de la música de Rodrigo fue, como es natural, el dedicatario del Concierto de Aranjuez, Regino Sainz de la Maza, que en julio de 1936 se encontraba de gira por América. Su suegra Concha Espina le escribió con estas noticias el mismo día 18:
“Tú por los mares y los de Madrid en aquellas olas de violencia sanguinaria y persecutoria indecente y horrible. Aquí se saben algunas cosas por radio y luego esperando la prensa como ánimas del purgatorio. Hemos imaginado tu indignación ante el cobarde asesinato por la fuerza pública (garantía del pueblo) del hombre más valiente de España. Ha sido éste el más escandaloso crimen del Frente Popular, impopularísimo y deshonrible (sic). Aún no se puede decir en público que lo cometieron seis guardias de Asalto con su teniente. Hay una efervescencia enorme (…) En fin, ésta no es vida. Por añadidura se persigue doblemente a las derechas y se pide la suspensión de sus periódicos”.
A su regreso a la España en guerra, puso su guitarra al servicio de Falange dando conciertos a beneficio del Auxilio Social, y como crítico musical de ABC desplegó una activa labor difusora de las concepciones estéticas del nuevo régimen. En sus recitales incluyó a menudo sus propias transcripciones de la música de los vihuelistas de los siglos XV y XVI y definió la guitarra como la reencarnación de la vihuela en el siglo XX. Así, mientras el régimen de Franco revivía la España imperial, él, con su guitarra, era el encargado de revivir la música de aquella época modélica.
Por considerar que la música “es una disciplina necesaria para el alma, que limpia el pensamiento, sosiega el ánimo, afina los nervios y esclarece las ideas”, Sainz de la Maza la estimó capaz de dirigir a los hombres hacia el perfeccionamiento de las virtudes tanto morales como públicas. Y para conseguirlo, el elemento imprescindible era la actividad del Estado, siguiendo en esto el ejemplo de una Alemania nacionalsocialista que, mediante su campaña contra la Entartete Musik, había recuperado su inigualable tradición musical apartándose de las “teorías que llevaban en sí el germen de la descomposición”:
“Con la protección del Estado –ya que entre nosotros no cabe esperar el esfuerzo bienhechor de mecenas particulares–, cumplirá la música española su destino universal, además de ejercer su función social y educadora al actuar en la formación de la sensibilidad nacional”.
Por eso alabó la labor de la Sección Femenina de Falange para promover la música como “elemento indispensable en la formación del espíritu y como medio de elevación moral y de disciplina social”.
El otro gran guitarrista de aquellos días, Andrés Segovia, que se definió a sí mismo como liberal y republicano, tuvo que escapar de Barcelona para salvar su vida ante las milicias comunistas que saquearon su casa. Así se lo explicó por carta a un amigo:
“Hemos pasado emociones y tristezas sin cuento durante los días de la revolución en Barcelona. Hablarte de los horrores que hemos presenciado sería renovar nuestra desesperación (…) Tuvimos que escapar en un barco italiano que nos condujo a Génova (…) Mi casa de Barcelona, con mi biblioteca, música, tapices, grabados, cuadros, plata abundante, recuerdos de Extremo Oriente, joyas, etc., ha sido, según la expresión de un pariente que nos comunicó veladamente la noticia, limpiada. Los cofre-forts del Banco, abiertos y despojados. De modo que nos hemos quedado sin nada, absolutamente sin nada”.
Desde su residencia ginebrina declaró su adhesión al bando rebelde:
“Me enorgullezco de estar entre los artistas españoles, amantes de su patria, que han jurado su adhesión, desde los primeros días de la lucha, a la noble cruzada nacionalista. Por fidelidad a las gloriosas tradiciones de nuestra civilización, que tan profundamente ha influido siempre en los destinos humanos, por un verdadero amor al pueblo cuya frágil credulidad han explotado los políticos sin conciencia a sueldo de Rusia, por una esperanza firme en el porvenir de nuestra grande España devuelta, gracias a la victoria, al irresistible poder de sus valores seculares, todos debemos ayudar a la victoria nacionalista. Este triunfo enriquecerá el tesoro espiritual de nuestra época y, mañana, las naciones más lejanas y más hostiles nos lo agradecerán. Seamos dignos de la noble misión que la patria nos confía, y que cada uno, según sus medios, la cumpla sin miedo y sin falta”.
A pesar de las dificultades propias de la posguerra, la producción musica española, sobre todo la sinfónica y concertística, experimentó en la década de los cuarenta una reactivación extraordinaria tanto en cantidad como en calidad. Tras las fructíferas décadas iniciales del siglo XX, dominadas por las figuras de Albéniz, Granados, Turina y Falla secundados de lejos por un Grupo de los ocho que se dispersaría por la guerra, los agitados años republicanos habían sumido la música española, con pocas excepciones, en un silencio del que emergería con la paz: Castilla (1938) de Jesús Arámbarri; conciertos de Aranjuez (1940), heroico (1942), de estío (1944) e in modo galante (1949) de Rodrigo; Rapsodia portuguesa (1940) de Ernesto Halffter; Diez melodías vascas (1941) y Sinfonía pirenaica (1946) de Jesús Guridi; y Cinco canciones negras (1949) de Xavier Montsalvatge. A lo que habría que añadir, ya en 1957 y desde el exilio parisino, el magnífico Concertino para guitarra y orquesta de Salvador Bacarisse, estéticamente tan cercano a su modelo el Concierto de Aranjuez.
Fragmento de LA GRAN VENGANZA. De la memoria histórica al derribo de la monarquía (Ed. Encuentro, 2021)