La música española que vino de Rusia

Reinaba en España una quinceañera Isabel II cuando apareció por aquí un compositor nacido en la lejana Smolensk en busca de inspiración oriental, aunque pueda parecer extraño que un súbdito del Zar de todas las Rusias, el país más oriental de Europa, fuera en busca del Oriente al borde occidental del continente. Pues aquéllos fueron los románticos tiempos en los que a los europeos de más allá de los Pirineos les entró la afición de buscar en España, más exactamente en la España meridional, los ecos de aquel lejano pasado islámico que tan exótico, tan pintoresco, tan diferente les parecía. Y así comenzaron a llegar viajeros en busca de la España auténtica, la representada sobre todo por Andalucía, como si el resto, menos oriental, menos islámico, menos exótico, menos pintoresco, menos diferente, no fuera tan auténticamente español. La moda iba a gozar de larga vida –recuérdese el Spain is different–, tanta que probablemente no haya muerto todavía, lo que ha tenido hondas consecuencias culturales e incluso políticas. Pero ésa es otra historia. 

 

Desde luego, siete décadas después del reinado de Isabel II, a principios del siglo XX, aquella moda seguía muy fresca: Unamuno lamentaría en aquellos días lo que denominó “meridionalización de España”, concepto que englobaba sobre todo la tauromaquia y el flamenco, manifestaciones culturales que el egregio vasco salmantino deploró al igual que muchos de sus contemporáneos noventayochistas y regeneracionistas. No en vano expresó su deseo de “acabar de una vez con esa España pintoresca y falsa, completamente falsa, que nos están imponiendo los extranjeros, con esa España artificial de los turistas franceses”.

 

Pero regresemos a nuestro ruso, pues Mijaíl Glinka, considerado el padre de la música rusa por haber abierto de par en par las puertas del romanticismo en un país que no se había distinguido hasta entonces por su aportación al mundo de la música culta, fue también pionero en lo que después se llamaría españolada. Tras su aportación, el siglo XIX produciría españoladas a montones, sobre todo salidas de los pentagramas de compositores, efectivamente, franceses: recuérdense, por ejemplo, el Cid de Massenet; la España de Chabrier; la Rapsodia española de Ravel; la más universal de todas, la Carmen de Bizet; y la singular Españaña de Satie.

 

Llegó Glinka a España en 1845, y pasó cerca de dos años entre Castilla y Andalucía: el monasterio burgalés de Fresdelval, ya en ruinas tras las desamortizaciones, Madrid y Granada. Se alojó en una casita con huerta al pie de la Alhambra y, como forastero llegado del frío, disfrutó del sol, los naranjos y las flores. Pero no se llevó buen recuerdo de los andaluces:

 

“No puedo juzgar toda Andalucía por Granada (…), sin embargo, si el resto de Andalucía se parece, por lo que se refiere a las costumbres y el carácter, a los andaluces de aquí, he de decir que se ha exagerado mucho sobre el encanto de esta provincia. El carácter de los andaluces es completamente opuesto al de los habitantes de Castilla. No encontraréis aquí ni la nobleza ni la fidelidad de los castellanos. El andaluz, en general, es vanidoso, hablador, flojo y desleal; las mujeres son bastante agudas y graciosas, pero bien lejos de la idea que se tiene de esto; esos bellos ojos negros, llenos de expresión, son más raros aquí que en Rusia”.

 

No le interesaron los músicos de conservatorio. Por el contrario, se dedicó a husmear por rincones y tabernas en busca de guitarristas y bailarines que le mostrasen lo que consideró la verdadera expresión musical del pueblo. Frecuentó sobre todo a un guitarrista del Albaicín, autodidacta y analfabeto, llamado Francisco Rodríguez, el Murciano. Cuando Glinka, fascinado por sus improvisaciones, le pedía que repitiese lo que acababa de tocar para anotarlo, el Murciano no conseguía recordarlo y de sus dedos salía siempre algo distinto para desesperación del ruso.

 

Algo consiguió llevarse en su cuaderno a pesar de todo, y con ello compondría sus obras de inspiración española: la Jota Aragonesa y los Recuerdos de una noche de verano en Madrid, partituras elaboradas mediante jotas y seguidillas pasadas por la orquesta decimonónica con el inevitable toque autóctono de las castañuelas. Salvo algún momento de cierta calidad y brillantez, se trata de dos obras deslavazadas bastante por detrás de aquéllas en las que el autor ruso consiguió desplegar su inspiración y buen gusto, como la muy hermosa obertura de Ruslán y Ludmila

 

Glinka fallecería en 1857, no sin antes entregar sus anotaciones españolas a un adolescente Mili Balakirev, prometedor compositor destinado a convertirse en el aglutinador del famoso grupo de Los Cinco: Mussorgsky, Borodin, Rimsky-Kórsakov y Cui. El mismo año de la muerte de su maestro, Balakirev compuso su Obertura sobre el tema de una marcha española a partir de los papeles que aquél le había dejado. ¿Cuál era aquella marcha? Pues nada menos que el himno nacional español. En la muy mediocre partitura de Balakirev –mucho ruido y pocas nueces, por lo que quizá haya que agradecer que casi nunca se interprete– la melodía del himno aparece varias veces, la primera de las cuales, muy orientalmente, con el pintoresco ritmo caucasiano que emplearía más tarde Ippolitov-Ivanov en su célebre Procesión del Sardar.

 

Veinte años después de la aparición de la obertura de Balakirev, Piotr Illich Tchaikovsky, el genio occidentalizante opuesto al nacionalista grupo de Los Cinco, daría a luz su inmortal ballet El lago de los cisnes, uno de cuyos números consistió en una Danza española, rítmica pieza que bien podría haberse titulado Danza para castañuelas, pandereta y orquesta. Y en su último ballet, el igualmente inmortal Cascanueces, incluyó, una vez más a golpe de castañuela, otra Danza española para representar el chocolate, pues, como ya había explicado a principios del siglo XIX el egregio gastrónomo Jean Anthelme Brillat-Savarin, quien quisiera tomar un buen chocolate tendría que pasarse por España. Aunque hubo un español, Leandro Fernández de Moratín, que declaró estar dispuesto a irse tan lejos como hasta Rusia en busca de un buen chocolate: “Sin chocolate y sin teatro –escribió una vez a un amigo– soy hombre muerto. Si algún día te dicen que me he ido a vivir a Astracán, saca por consecuencia legítima que en Astracán hay teatro y hay chocolate”.

 

Y así llegamos, a través de dicho puerto del Caspio, a la joya de la música española made in Russia, el celebérrimo Capricho Español del oficial de la marina zarista Nikolai Rimsky-Kórsakov, obra maestra de la orquestación decimonónica que, casi siglo y medio después de su composición, sigue siendo una de las piezas más interpretadas en las salas de conciertos de todo el mundo. Rimsky el marino tocó alguna vez puerto en España, al parecer en Cádiz, Ferrol y Vigo, donde se rumorea que hasta tuvo tiempo para intercambiar bombones y alguna otra golosina con una damisela local. Quizá en alguna de estas ciudades consiguió el material, un fandango asturiano y una danza gitana, con el que elaboró la más española de las músicas rusas. O la más rusa de las músicas españolas. Tanto monta.