Voy a hablarles de este retrato de Wagner pintado por Rogelio de Egusquiza, lo cual no deja de ser paradójico en quien, en primer lugar, es sólo medianamente aficionado a la ópera; en segundo, es incansable escuchador de música sinfónica y de cámara, géneros que no cultivó Wagner; y que, por último, siempre se ha confesado ardiente defensor de la escuela contraria a la capitaneada por Wagner y de su principal enemigo musical, Johannes Brahms, cuya música disfruta mucho más frecuentemente que la del genio de Bayreuth.
Paradoja tras paradoja, otro de mis constantes amores musicales desde que hace ya muchos años diera mis primeros pasos por el absorbente mundo de la música clásica, ése que no se enseña en los colegios, ha sido, en aparente pugna con mi impenitente brahmsianismo, lo que podría llamarse la escuela de sinfonistas postwagnerianos, aquéllos que, desde varios países, con diversas tendencias estéticas, y cada uno, naturalmente, con su voz personal, cultivaron en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX el género sinfónico a la sombra de la gigantesca figura de Wagner y de su suegro Liszt, máximos representantes, junto con Bruckner, de la que por entonces se llamó Nueva Escuela Alemana. Estos músicos surgieron por todos los países europeos, pero cabría mencionar aquí los tres casos más significativos. En primer lugar, César Franck, introductor del wagnerismo en la música francesa, y la extraordinaria escuela que dejó tras de sí; en segundo, la potente floración de compositores escandinavos –muchos de ellos hoy prácticamente desconocidos– cuya magnífica producción sinfónica alargó varias décadas la gran tradición romántica adentrándose profundamente en el siglo XX de espaldas a las nuevas tendencias que acabarían llevando la música hacia su autodestrucción; y, finalmente, por supuesto, las muy eminentes figuras del recién mencionado Anton Bruckner y de Richard Strauss, último astro de la inalcanzable pléyade de compositores germánicos que arrancó con Johann Sebastian Bach y se extinguió tras la Segunda Guerra Mundial.
Pero volvamos al retrato de Egusquiza, eminente militante del wagnerismo, verdadera religión artística que llegó bastante más allá del campo puramente musical y cuyos ecos resuenan, aunque ya lejanos, incluso en nuestros días. Y de estos ecos extramusicales de la obra de Wagner es de lo que he venido a hablarles hoy aquí con la excusa del cuadro de Egusquiza ante el que nos encontramos. Porque, caso único en la historia de la música, la obra de Wagner fascinó a sus contemporáneos y a las generaciones inmediatamente posteriores de un modo extraordinario, impregnando e inspirando disciplinas tan alejadas de la música y tan diversas como la literatura, la filosofía, la arquitectura, las artes decorativas, la ciencia, el ocultismo, la política y, por supuesto, la pintura.
Las asociaciones wagnerianas surgieron por toda Europa y sus actividades fueron múltiples. Algunas de ellas han sobrevivido hasta hoy, pudiéndonos encontrar con muy activas sociedades tanto, como es lógico, en numerosas ciudades alemanas y austriacas como en lugares tan diversos y alejados como Londres, Manchester, Edimburgo, Dublín, Helsinki, Estocolmo, Oslo, Amsterdam, Barcelona, varias ciudades de los Estados Unidos, Australia, Canadá y Nueva Zelanda.
Éste ya es un dato interesante por sí solo: ¿por qué surgieron por doquier tantas asociaciones wagnerianas mientras que no sucedió lo mismo con otros compositores, coetáneos, anteriores o posteriores a Wagner? La obra wagneriana ejerció una fascinación especial en miles de personas, animándolas a agruparse en asociaciones dedicadas a la difusión de la música y los escritos de Wagner y a otros fines societarios como las conferencias, la investigación –no siempre necesariamente musical– o el excursionismo.
En España las primeras y más importantes asociaciones wagnerianas se fundaron, lógicamente, en Madrid y Barcelona. La asociación madrileña, fundada en 1911 y extinguida pocos años después, dejó para la posteridad varias publicaciones sobre diversos temas, entre ellos la propia actividad propagandística desarrollada por los asociados, quienes, además de conferencias y escritos, tuvieron ocasión de divertirse, en aquellas décadas de romántico diletantismo, organizando pequeñas trifulcas con sus enemigos belcantistas, contra los que en varias ocasiones hubieron de competir a golpe de panfleto, de cartel, de algarada callejera e incluso de trompeta, pues alguna vez entraron a los teatros con dichos instrumentos camuflados bajo el gabán para boicotear la representación de las obras de sus adversarios musicales. En una conferencia pronunciada por Félix Borrell en el ateneo madrileño en 1912, recordó este veterano wagneriano varias de las acciones llevadas a cabo por él y sus compañeros en sus primeros años de labor propagandística. Por ejemplo relató la pequeña aventura que corrieron en 1893 con motivo de la amenaza de suspensión de la representación de Los Maestros Cantores a causa de que el tenor encargado del papel protagonista, Emilio de Marchi, se había excusado pocas fechas antes del estreno debido a no haber podido prepararlo con el tiempo suficiente. Los fervorosos wagnerianos madrileños imprimieron un millar de panfletos y, mientras se representaba La forza del destino, tiraron desde el paraíso al patio los que habían introducido bajo sus capas en el Teatro Real. El panfleto decía: “¡Queremos que se represente Los Maestros Cantores aunque sea sin tenor!”.
Acabaron en comisaría. Uno de los agentes que allí les conducía les dijo:
–¿Qué más les dará a ustedes que el maestro de los tenores sea cantor o no lo sea? ¡Ay, qué señoritos éstos! ¡Están ustedes locos!
Finalmente, tras algún que otro escándalo y unas cuantas visitas a comisaría, consiguieron que se estrenase Los Maestros Cantores.
La asociación de más peso en España fue la de Barcelona debido al impulso que al wagnerismo dieron varias figuras de la Renaixença, como Joan Maragall. La Asociación Wagneriana de Barcelona, fundada en 1901, editó numerosos libros sobre Wagner, como los libretos de todas sus óperas traducidos al catalán –algunos de ellos adaptados métricamente para poder ser cantados–, ensayos de varios autores sobre diversos aspectos de su obra, así como escritos del propio compositor.
A diferencia del wagnerismo madrileño, dedicado a la difusión de la obra musical de Wagner sin dimensión política alguna, el incipiente catalanismo político vio en su obra, inspirada en la mitología, tradiciones e historia de Alemania, el modelo a seguir en una época de recuperación de la historia y la lengua catalanas tras siglos de olvido y menosprecio por parte de los propios catalanes. La difusión del sentimiento catalanista a través de los orfeones, las asociaciones excursionistas, los juegos florales y otras actividades extrapolíticas se vio fortalecida por el embriagador mundo wagneriano de exaltación nacional y medievalizante. No en vano han recordado los dirigentes nacionalistas, sobre todo Jordi Pujol en sus visitas oficiales a países del Norte de Europa, la vocación nordicista –siempre han presumido los catalanistas de cómo Cataluña fue la puerta de entrada en España de la obra de autores como Ibsen, Nietzsche y Wagner– de una Cataluña en contraste con una España que miraba hacia el Sur, hacia Andalucía, los toros, la zarzuela y el flamenco. Así lo explicó, por ejemplo, el ideólogo nacionalista, y ferviente admirador de la música wagneriana desde sus juveniles años de corresponsal de La Ilustración Española en París, Pompeyo Gener:
“España mira hacia abajo. Lo que aquí priva son las degeneraciones de esos elementos inferiores importados del Asia y del África. Ellos son los que predominan, ellos los indispensables para ocupar los puestos elevados, para formar parte de una aristocracia política y literaria que las más de las veces sólo lo es de la inferioridad. Diríase que al echar a los moros, los astures y los castellanos viejos, a medida que avanzaban, iban siendo presa del espíritu africano. Los sarracenos perdían terreno pero ganaban influencia. Así Castilla la nueva se sobrepuso a la vieja, y a Castilla Andalucía, y a Andalucía el elemento agitanado, y éste a toda España. Nosotros, que somos indogermánicos de origen y de corazón, no podemos sufrir la preponderancia de tales elementos de razas inferiores”.
Además de en el catalanismo, de todos es conocida la gran influencia de la obra wagneriana en el desarrollo del nacionalismo alemán en una época tan singularmente propicia para la exaltación de la cultura, el arte y la historia alemanas como fueron los bismarckianos años de unificación nacional y construcción del Imperio guillermino. Ésta identificación, sin duda desmesurada, entre la obra de Wagner y el germanismo político acabaría provocando años después el desprestigio y el paulatino apagamiento de las asociaciones wagnerianas en todo el mundo tras las dos guerras mundiales perdidas por Alemania. En Cataluña el último resplandor wagneriano tuvo lugar con motivo de las representaciones dadas en Barcelona por las grandes compañías teatrales alemanas en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, cuando el régimen franquista y el hitleriano disfrutaban aún de excelentes relaciones. Casi simbólicamente, la Asociación Wagneriana barcelonesa se extinguiría en 1942, coincidiendo con la batalla de Stalingrado, tras la que la victoria, después de tres años de éxitos alemanes, se inclinaría irrefrenablemente del lado aliado.
Salgámonos de la política y adentrémonos en otros territorios en los que, insospechadamente, también influyó, en mayor o menor medida, Richard Wagner y su obra, musical o literaria, pues no fueron pocas las páginas que dedicó a los más variados asuntos, con una prosa, hemos de advertir, particularmente farragosa, como fue costumbre entre muchos escritores alemanes de la era romántica. Como curiosidad, varios de sus escritos –breves ensayos y narraciones– fueron traducidos al español por Vicente Blasco Ibáñez.
Uno de los asuntos a los que Wagner dedicó su atención fue la vivisección. Porque, seguidor en este punto de las ideas del filósofo que más influyó en su pensamiento, Arthur Schopenhauer, Wagner siguió siempre que pudo una alimentación vegetariana por entender que el consumo de cualquier tipo de carne era una forma de canibalismo que habría de desaparecer cuando la Humanidad alcanzase el grado de desarrollo intelectual y espiritual adecuado. Los mismos motivos éticos le condujeron a condenar rotundamente la experimentación con animales. La influencia de Wagner no fue pequeña en otro personaje clave de la historia alemana del siglo XX, Adolf Hitler, estricto vegetariano por los mismos motivos que Schopenhauer y su adorado Wagner, y uno de los inspiradores, junto a la larga tradición homeopática alemana, de la prohibición de la vivisección durante su gobierno.
Se interpretó la obra wagneriana desde la más diversas ópticas, encontrando numerosos autores en ella múltiples motivaciones ajenas a la música, generalmente coincidentes con sus propias ideas e inquietudes. Éste fue el caso de Bernard Shaw, quien dedicó un extenso ensayo, El perfecto wagneriano, a analizar la música y sobre todo el argumento de los dramas de su compositor preferido. Lo que subyacía en el fondo de los dramas wagnerianos según este autor británico –socialista y miembro de la Sociedad Fabiana además de vegetariano y activo propagandista del antiviviseccionismo– era la reivindicación social de quien no en vano había sido amigo de Bakunin y había tenido que huir de su país en 1849 por su activa participación en el levantamiento revolucionario de Dresde:
“Hay gentes que no pueden oír decir que su héroe ha tenido concomitancias con un famoso anarquista a propósito de un movimiento revolucionario; que ese héroe llegó a ser perseguido por la policía; que escribió folletos y proclamas revolucionarias y que su descripción de los nibelungos bajo el reinado de Alberich es una visión poética del desbarajuste capitalista e industrial de las clases trabajadoras inglesas tal como se conoció en Alemania a través de los escritos de Engels”.
También hubo quienes encontraron, o creyeron encontrar, un mensaje metafísico camuflado bajo la música y el argumento de los dramas wagnerianos, especialmente la Tetralogía y Parsifal. En los años en los que desplegaban gran actividad Madame Blavatsky y su Sociedad Teosófica, hubo autores que dedicaron densas páginas a desenmascarar la doctrina esotérica que estimaron subyacente en la obra wagneriana. Español fue uno de los más eminentes, el extremeño Mario Roso de Luna, quien en su libro Wagner, mitólogo y ocultista trató de la música wagneriana como lenguaje iniciático y de Wagner como un mago dedicado a transmitir la sabiduría perenne a las futuras generaciones a través de sus dramas musicales. Pío Baroja, por el contrario, rechazaba lo que consideraba exageradas ínfulas teatrocráticas del arte wagneriano:
“Yo soy un hombre que no entiende de música, pero no soy completamente insensible a ella. Esto no es obstáculo para que tenga gran antipatía por los filarmónicos, sobre todo por los wagneristas (…) Eso de sustituir la iglesia por el teatro, y enseñar filosofía cantando, me parece una ridiculez”.
El ruido que la obra de Wagner producía por toda Europa no podía escapar a la atenta mirada de Marcelino Menéndez Pelayo, quien, a pesar de no ser la música la disciplina artística a la que dedicara más atención, no pudo dejar de observar en la obra wagneriana una revolución artística de singular transcendencia:
“(…) una inmensa revolución, a un tiempo literaria y musical, se producía en los dominios de la estética dramática por el impulso de Ricardo Wagner, extrañísimo personaje, que no podrá ser rectamente juzgado hasta que el tiempo, gran depurador de las cosas, haya separado de su reforma la parte de estrépito y charlatanismo”.
Así resumió Menéndez Pelayo los cimientos sobre los cuales Wagner había construido lo que había bautizado con el exigente nombre de música del porvenir:
“Recoger en el lecho del drama musical el rico torrente de la música alemana, tal como le produjo Beethoven; arrancar la ópera de la frivolidad en que vegetaba, y convertirla en expresión de los más profundo y más grande que el espíritu humano puede concebir; (…) poner término a la funesta separación de las diversas ramas del arte, y hacerlas concurrir juntas a la noble empresa de educar a la humanidad en sus fines más elevados; (…) fundir la poesía con la infinita potencia de la música hasta que, finalmente, se resuelva en ella, o a lo menos hasta que se compenetren ambas partes tan estrecha e íntimamente que produzcan una impresión única e irresistible que, empezando por sumergir el espíritu en una especie de ensueño, acabe por llevarle a la plena y clara visión del encadenamiento de los fenómenos del mundo y de las profundidades y misterios del alma. (...) Nadie negará que la estética wagneriana, tal como es, elevada y profunda aun en lo quimérico, constituye el más inesperado y transcendental acontecimiento artístico de nuestros tiempos (…)”.
Tan honda impresión, tal ensueño, es lo que, al parecer, experimentaba Madame Verdurin, el personaje de Marcel Proust al que la música de Wagner provocábale jaquecas de placer:
“Si el pianista quería tocar la cabalgata de La Walkiria o el preludio de Tristán, la señora de Verdurin protestaba, no porque esa música la desagradara, sino porque, al contrario, la impresionaba demasiado. ¿Es que se empeña usted en que tenga jaqueca? Ya sabe usted que cada vez que toca eso pasa lo mismo. Mañana, cuando quiero levantarme, se acabó, ya no soy nada”.
La arquitectura también fue un campo en el que dejó su huella la obra de Wagner. Los castillos de Luis II de Baviera, con su recreación de un idealizado medioevo y su decoración mediante pinturas, frescos y esculturas referidas a los personajes de los dramas wagnerianos, son el caso más conocido. El más famoso de los castillos de Luis II es el de Neuschwanstein, tantas veces utilizado como imagen de los discos de Wagner, pero no sólo en él dejó el rey loco la impronta wagneriana: en el jardín del pseudoversallesco castillo de Linderhof mandó construir, en una gruta con lago interior, su particular Venusberg (la montaña de Venus del Tannhäuser) donde gustaba aislarse para disfrutar de la música de su adorado compositor.
El de Luis II fue el caso más eminente y evidente, pero muchos ciudadanos anónimos, sobre todo en los países germánicos, desearon ver reproducidos los personajes y temas wagnerianos en sus casas, sus jardines e incluso en sus tumbas, pudiéndose encontrar en los cementerios de Alemania y Austria bastantes que cuentan con estatuas de nibelungos, ondinas, guerreros o walkirias como guardianes del eterno sueño de sus moradores. La fiebre wagneriana llegó incluso a los exlibris, los cromos, las insignias, los calendarios e incluso las estampas coleccionables que acompañaban a las cajas de galletas, licores o bombones.
Y así llegamos al núcleo de lo que he venido a hablarles aquí hoy, pues la rama del arte, aparte de la música, que más profundamente experimentó la influencia de la obra del titán de Bayreuth fue, como no es difícil suponer, la pintura. Muchos pintores, dibujantes y escenógrafos dedicaron buena parte de su obra a plasmar el sugerente mundo de leyendas, héroes, guerreros y dioses a los que Wagner dio vida en sus composiciones. Principalmente en la Europa germánica abundaron los pintores ocupados en temas wagnerianos, como Franz von Stassen o Ferdinand Leeke, pero la moda se extendió por toda la Europa de la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX.
Por ejemplo, en la prensa de Francia, país en el que por motivos tanto artísticos como patrióticos convivieron los más furiosos antiwagnerianos con los más devotos prowagnerianos “más allá de todo civismo”, como escribiría el ácido Debussy, proliferaron las caricaturas e historietas sobre temas wagnerianos, equívoco medio de difusión de dichas obras a la vez que irónica crítica de la épica germánica que, en el fondo, menospreciaban a la vez que envidiaban los cosmopolitas parisinos. Francia fue el país en el que, por motivos ajenos a la música, mayores obstáculos hubo de superar la obra de Wagner para conseguir el reconocimiento general. Por ejemplo, Saint-Saëns, paradójicamente uno de los primeros defensores de la música wagneriana en suelo francés, escribió sobre Los Maestros Cantores de Nüremberg este agresivo juicio: “Para los que saben interpretar símbolos, éste es el grito del pangermanismo y la guerra contra las razas latinas”.
La derrota francesa en 1870 provocó que la música wagneriana, ya mirada mal por muchos desde el desastroso estreno de Tannhäuser dos décadas atrás –cuando Wagner tuvo que combatir el hambre con las setas que recogía por los parques de París–, estuviese oficiosamente prohibida durante años. Y cuando, por fin, los ardores nacionalistas se aplacaron y las óperas wagnerianas pudieron volver a ser representadas, hubo bastantes ocasiones en que la cosa acabó desembocando en manifestaciones multitudinarias a favor y en contra, e incluso en disturbios violentos con cientos de detenidos.
Abandonando la caricatura periodística y adentrándonos en la gran pintura, el artista francés que más lienzos dedicó al universo wagneriano fue Henri Fantin-Latour, quien recreó varias escenas de sus óperas. El cuadro wagneriano quizá más conocido de este autor fue el que él bautizó Autour du piano (Junto al piano), de 1885, que fuera rebautizado espontáneamente por el público, ya desde su primera exposición, como Les wagneristes (Los wagnerianos). En efecto, en él representó Fantin-Latour una escena cuyos protagonistas eran los compositores Emmanuel Chabrier y Vincent d’Indy, notorios wagnerianos, junto a otros músicos y artistas de menor importancia asimismo distinguidos por su afición por la obra del maestro alemán fallecido dos años antes.
Cruzando el Canal de la Mancha llegamos a tierra británica, donde se distinguió el portentoso dibujante Arthur Rackham, quien dedicara muchas de sus obras a ilustrar, de modo sistemático, el argumento de varias óperas de Wagner, sobre todo las cuatro componentes de la tetralogía El Anillo del Nibelungo. Rackham fue un dibujante muy popular en la Inglaterra de su tiempo –caracterizado por un modo de dibujar los personajes de fantasía que recuerda mucho a nuestro paisano Fernando Calderón–, y cosechó gran éxito con sus series dedicadas, entre otros temas, a los cuentos populares ingleses, a Alicia en el País de las maravillas, a Peter Pan, a Los viajes de Gulliver, a El sueño de una noche de verano y a los temas wagnerianos, ilustraciones estas últimas que siguen siendo un clásico muy utilizado en la edición de libros y discos dedicados a la obra de Wagner: por ejemplo, adornan la portada de los libretos de la Tetralogía traducidos por Ángel Fernando Mayo (Ed. Turner), o el cuadernillo interior de la grabación de la misma obra por la firma Decca con Georg Solti al frente de la Filarmónica de Viena.
Llegados ya a España, uno de los pintores y escenógrafos que más tiempo dedicó a trabajar en la representación de la obra wagneriana fue el catalán José Mestres Cabanes, fallecido en 1990, autor de modélicos decorados que han pasado a la historia de la escenografía europea, hoy olvidados por el imperdonable pecado de representar en ellos con fidelidad las instrucciones de Wagner, inaceptable actitud en una época que ha endiosado la denominada “originalidad” del artista aunque ello implique la destrucción del arte.
Y así llegamos a nuestra ciudad, donde nació en 1845 el más grande de los pintores wagnerianos españoles: Rogelio de Egusquiza. Su padre fue un adinerado hombre de negocios y su madre, de familia legitimista francesa emigrada durante la Revolución, arpista en ratos libres, fue la encargada de contagiar a su hijo la afición por la música. Educado exquisitamente en París, se entregó desde joven a la pintura contrariando los deseos paternos de que se dedicara a la milicia. En los primeros años practicó la pintura histórica, a la sazón tan en boga, y disfrutó de las enseñanzas y la amistad de Mariano Fortuny hasta su prematura muerte en 1874. Instalado definitivamente en París, allí fue testigo de la Guerra Francoprusiana y de la Comuna. Pasó largos años pintando retratos y disfrutando de la vida de la alta sociedad por toda Europa. Pero su existencia dio un giro radical cuando descubrió la obra de dos eminentes representantes de la cultura alemana de su tiempo: el filósofo Arthur Schopenhauer y el músico Richard Wagner, guías estéticos y espirituales que le conducirían a sustituir la frivolidad parisina por la alta cultura germánica. Así lo explicaría posteriormente el propio Egusquiza:
“Por mi afición a la música y a la literatura llegué a las obras de Richard Wagner y de éstas a la filosofía de Arthur Schopenhauer, allá por el año de 1876. Siguiendo las enseñanzas de este gran filósofo, decidí vivir para la pintura y no de la pintura, rompiendo así definitivamente con las modas y las corrientes del mal gusto del gran público, siempre ignorante”.
En 1879 conoció a Wagner en persona, con quien cenó en su casa de Munich. Allí tuvo noticia de la pasión que el compositor sentía por los autores españoles del Siglo de Oro, especialmente Calderón, sobre varias de cuyas obras estuvo planeando, en los últimos años de su vida, componer una ópera, al igual que su suegro y gran amigo Franz Liszt un poema sinfónico.
En años posteriores volvió a frecuentar a Wagner y su familia, viéndose por última vez en 1882 con ocasión del estreno de Parsifal en Bayreuth. Allí conoció a Joaquín Marsillach, primer biógrafo de Wagner en lengua española, recibió de manos del compositor una fotografía con el ruego de hacer un retrato a partir de ella –que es éste que tenemos aquí y que ha dado origen a estas reflexiones– y fue testigo de una curiosa escena, relatada por el propio Egusquiza, protagonizada por “un señor anciano, quien lleno de emoción se hincó de rodillas ante Wagner y, teniéndole cogida la mano, pugnaba por besársela; mas el Maestro, con expresión entre severa y digna, no lo consintió; antes al contrario, hacía por que el señor anciano se levantase”. Se trataba de Anton Bruckner.
Egusquiza fue, junto con el Dr. Letamendi, el único español cuya firma apareció en las Bayreuther Blätter (Hojas de Bayreuth), el periódico fundado por Wagner, en el que publicó un artículo titulado La iluminación del escenario.
Nuestro pintor había sido un entusiasta lector de Nietzsche, pero cuando supo de las feroces críticas que éste había lanzado contra Parsifal, quemó sus libros en el jardín de su casa parisina. No quedó ahí su adoración por la persona y la obra de Wagner, sino que llevó una vida retirada y cambió la decoración de su casa por una muy austera, casi monacal, e incluso se hizo vegetariano en imitación de aquél y de Schopenhauer.
Dedicó muchos de sus nuevos cuadros a pintar escenas wagnerianas, sobre todo de Parsifal y la Tetralogía, no sólo los que se encuentran colgados en este museo. Tras terminar varios de ellos, insatisfecho con el resultado debido a la falta de color y la excesiva preocupación por el dibujo, los destruyó y volvió a pintarlos. Una vez concluidos volvió a quedar insatisfecho, por lo que los destruyó también. Sólo al tercer intento decidió indultarlos. Además de las escenas wagnerianas, realizó los retratos de Schopenhauer y del rey Luis II, así como este retrato de Wagner y un busto.
Durante sus encuentros con él, Wagner le había preguntado a menudo por España, país por el que sentía gran interés, pero Egusquiza tuvo que confesarle avergonzado que no conocía mucho de su patria por haber pasado la mayor parte de su vida fuera de ella. Pero en los últimos años de su vida, siguiendo el consejo que le diera Wagner, se dedicó a subsanar su desconocimiento de la cultura española, interesándose, en primer lugar, por las obras de Calderón que tanto le ponderara aquél, y, a partir de él, toda la literatura española. Siguió viviendo en París, retirado en su casa de la calle Copérnico donde se celebraban conciertos íntimos al piano en compañía del maestro Lamoureaux, uno de los más importantes directores de orquesta del cambio de siglo francés y gran campeón de la música de Wagner.
Comenzó Egusquiza a sentir nostalgia de su patria, y en los últimos años de su vida hizo frecuentes viajes a España, sobre todo a Madrid y Santander, donde vivían su hermana y su sobrino. En 1914 no pudo soportar otra guerra en París y, anciano y enfermo, regresó a España con el deseo de ser enterrado en su patria. Murió en Madrid poco después, el 10 de febrero de 1915. Ordenó ser enterrado con la espada que él mismo había diseñado como modelo para su cuadro de Titurel, así como que su cuadro del Grial le acompañara en su capilla ardiente.
Para concluir, y como recuerdo de aquellas peregrinaciones casi religiosas a Bayreuth que buena parte de la intelectualidad europea realizara en los años de apogeo del wagnerismo, les propongo escuchar una breve pieza del compositor galo Gabriel Fauré, titulada Souvenirs de Bayreuth, divertida caricatura musical de la obra wagneriana en la que van ustedes a identificar, deformados, algunos de los temas más conocidos del Anillo, en concreto la famosísima Cabalgata de las Walkirias y el leit motiv de Sigfrido.
Conferencia pronunciada en el Museo de Bellas Artes de Santander el 30 de abril de 2007