James Macpherson (1736-1796) fue un caradura con mucho talento, tanto que se convirtió en el autor británico más leído e influyente de su generación y su obra fue pieza imprescindible en la fundación del romanticismo literario tanto en su patria como en el resto de Europa. Rey de los falsificadores de tradiciones, este poeta escocés pasó a la historia de la literatura romántica por publicar en 1762 lo que dijo que era su traducción al inglés de un poema épico recogido de antiquísimos manuscritos en la lengua gaélica de las Tierras Altas de Escocia. Se trataba, según él, de la obra de Ossian, un bardo del siglo III, ciego como Homero, que habría cantado las hazañas de su padre Fingal, recreación de los guerreros mitológicos Fionn mac Cumhaill y su hijo Oisín, personajes principales de los relatos del Fiannaíocht o Fenian Cycle, leyendas populares en Irlanda, Escocia y la Isla de Man.
Según explicó, se había documentado en relatos de transmisión oral y en antiquísimos documentos hasta entonces ignorados. Debido a incoherencias históricas, estilísticas y lingüísticas, no tardaron en aparecer sospechas entre la gente con criterio. Uno de los más activos acusadores de Macpherson fue el egregio polígrafo inglés Samuel Johnson, que durante su viaje por las Hébridas en 1773, acompañado por su fiel James Boswell, no perdió oportunidad de discutir con quien se manifestase tentado a creer la autenticidad de los versos ossiánicos:
“Si es verdad que los poemas han sido traducidos, estarán escritos en alguna parte. Que Macpherson deposite los originales en uno de los colegios de Aberdeen, donde hay gente que puede juzgarlos, y si los profesores certifican su autenticidad, se habrá terminado la controversia. Pero si no sigue este método tan obvio y fácil, estará facilitando los mejores argumentos para dudar, habida cuenta de todo lo que tiene en su contra a priori (…) ¿Por qué no está el original depositado en alguna biblioteca pública en vez de exhibir testimonios de su existencia? Imaginemos que en un tribunal se estuviese discutiendo sobre si una persona está viva o muerta. Si usted asegurase que está viva y llevase cincuenta testigos que lo juraran, yo le respondería: ¿Por qué no la trae aquí?”.
Johnson, que no se distinguió por sus simpatías hacia Escocia y los escoceses, comprendió que, para unos highlanders que habían sido derrotados en la batalla de Culloden tan solo dieciséis años antes (1746), la necesidad de afirmación patriótica facilitaba que muchos de ellos quisieran creer la autenticidad de aquellos heroicos versos que engrandecían el pasado de una Escocia ya identificable en los muy lejanos tiempos del emperador Caracalla. Pero Johnson les señaló que por encima del patriotismo estaba la verdad aunque fuese menos satisfactoria:
“Los escoceses deberían lamentar su fácil aceptación de una ficción improbable, ya que han sido seducidos por su apego a sus supuestos ancestros. Muy recia moral tiene que tener un escocés para no amar a Escocia más que a la verdad. Siempre se inclinará hacia ella antes que hacia hacerse preguntas; y si la falsedad halaga su vanidad, no empleará gran diligencia en detectarla”.
Tras la batalla de Culloden, entre otras medidas destinadas a someter a la población escocesa al dominio inglés, estuvieron prohibidas durante casi medio siglo, bajo pena de prisión y destierro, la posesión de armas y gaitas y la indumentaria tradicional de los highlanders. Treinta años después de Culloden, Johnson describiría así el resultado de la política aplicada sobre los vencidos:
“Probablemente nunca se haya producido un cambio de costumbres nacionales tan rápido, grande y general como el que ha tenido lugar en las Tierras Altas escocesas a consecuencia de la última conquista y las leyes subsiguientes (…) De lo que poseían antes de la conquista de su país sólo les queda su lengua y su pobreza. A su lengua se la ataca por todas partes. Se construyen escuelas en las que se enseña sólo en inglés, y ha habido recientemente quienes consideraron razonable negarles una versión de las sagradas escrituras para que no tengan ningún monumento literario en su lengua materna”.
La lengua gaélica (Gàidhlig o Erse), céltica, pariente de la irlandesa y hablada en las Highlands, fue calificada por Johnson como “el habla grosera de gentes bárbaras que tenían pocos pensamientos que expresar y que estaban contentas, pues pensaban zafiamente, de que se las entendiera zafiamente”; y su colega el escocés James Boswell escribió del trato con sus compatriotas hablantes de gaélico que era “como estar con una tribu de indios”.
Así pues, la lengua gaélica llevaba varias décadas de acoso cuando apareció la obra de Macpherson, sobre todo en su versión en gaélico publicada en 1807, con el autor ya fallecido, para revitalizarla y dignificar una cultura escocesa menospreciada. Sin Macpherson, la literatura sobre temas escoceses, tanto en lengua gaélica como en lengua inglesa, probablemente hubiera seguido siendo marginal. Pero tras los falsos versos ossiánicos no sólo revivió, sino que se convirtió en modelo en casi todos los países europeos, incluida una lejana España en la que Espronceda escribió varios poemas inspirados en el falso bardo, como el titulado Óscar y Malvina: imitación del estilo de Ossian.
Además de considerar a Macpherson “un charlatán, un mentiroso y un farsante”, Johnson tampoco encontró en su libro cualidades literarias dignas de ser tenidas en cuenta:
“Considero el Fingal de Macpherson la impostura más grande que jamás haya aparecido en el mundo. Si de verdad fuese una obra antigua, una muestra auténtica de lo que pensaban los hombres de aquel tiempo, habría sido de un interés extraordinario. Pero como producción moderna no tiene ningún valor”.
Y cuando alguien le preguntó si de verdad creía que un hombre actual sería capaz de escribir semejante poesía, respondió:
“Sí. Muchos hombres. Muchas mujeres. Y muchos niños”.
El escocés Boswell no se quedó atrás en su juicio negativo:
“Estoy convencido: ubico a Ossian, a sus Fingals y a sus Óscars en la categoría de cuentos infantiles, no en la de verdadera historia de nuestro país”.
Lo mismo opinó el eminente poeta William Wordsworth, que calificó la obra de Macpherson como “una falsificación tan audaz como carente de valor”, lo que llevó al filósofo estadounidense Ralph Waldo Emerson, admirador de los versos de Ossian y creyente en su autenticidad, a descalificar a Wordsworth por su “estrecha mentalidad inglesa”.
También desde la isla de enfrente llegaron prontas críticas, pues sus eruditos no tardaron en denunciar que el material legendario utilizado por Macpherson era originalmente irlandés, así que lo juzgaron un robo al patrimonio histórico y literario de su patria.
Tampoco se lo creyó el mayor escritor escocés de aquella época, Walter Scott, si bien admitió que, de niño, había “devorado más que leído a Ossian”. Además, atribuyó a Macpherson el mérito de haber conseguido que los temas escoceses, y en concreto los de las Highlands, comenzaran a tener interés para los lectores:
“Aunque nos veamos obligados a renunciar a la agradable idea de que Fingal vivió y Ossian cantó, nuestra vanidad nacional también debería sentirse satisfecha por el hecho de que un rincón remoto y casi bárbaro de Escocia haya producido en el siglo XVIII un bardo capaz no sólo de provocar una impresión entusiasta en las mentes sensibles a la belleza poética, sino también de dar un tono nuevo a la poesía de toda Europa”.
Y aunque le alabó “como excelente poeta más que como editor y traductor fiable”, acabó deseando que se “dejara de hablar de Macpherson de una vez”.
Pero sucedió lo contrario a lo deseado por Scott: además de incontables comentarios y ensayos, durante décadas abundaron las versificaciones, las dramatizaciones, las canciones, las pantomimas e incluso los ballets inspirados en el sugerente mundo ossiánico, la mayor parte de ellos de escasa calidad y desaparecidos rápidamente de los escenarios. Y se despertó enorme interés por la conservación y recopilación de la tradición oral de una Escocia gaélica que había recuperado su orgullo tras largos años de postración postbélica.
En 1805, cuarenta y tres años después de su publicación y nueve después del fallecimiento de su autor, la Highland Society de Edimburgo zanjó la polémica sobre la autenticidad de la obra mediante un detallado informe en el que declaró la falsedad del texto ossiánico, evidentemente elaborado en tiempos recientes aunque para ello Macpherson se hubiese apoyado en viejos relatos populares de tradición oral.
Pero algún personaje ilustre de aquellos días cayó en la trampa. Ése fue el caso de Thomas Jefferson, el padre de la nueva patria americana. Fascinado por los versos ossiánicos, escribió una carta a Macpherson en 1773 manifestándole su entusiasmo por aquel “rudo bardo del Norte” al que consideraba “el poeta más grande que haya existido jamás”. Le declaró su interés en aprender gaélico para poder disfrutar de los versos en la lengua del propio Ossian, por lo que le pidió a Macpherson una copia de los manuscritos originales. Manuscritos que, evidentemente, jamás le fueron enviados.
Otro insigne adorador de la obra de Macpherson fue nada menos que Napoleón Bonaparte, que siempre lo tenía a mano incluso cuando salía a batallar, para encontrar inspiración en las heroicas historias fingalescas. Probablemente no se hubiera sorprendido de haber podido saber que sus enemigos los generales Yermolov y Kutuzov estuvieron recitando fragmentos de Fingal la noche anterior a la batalla de Borodino. Y mantuvo su afición hasta el final de sus días. Cuando, navegando hacia su prisión definitiva en Santa Elena, vio a un pasajero inglés leyendo el Paraíso perdido de Milton, le dio este consejo:
“Vuestro Homero británico carece de buen gusto, de armonía, de calor, de naturalidad. Vuelva a leer al poeta de Aquiles. Y devore a Ossian. ¡Ésos sí que son poetas que elevan el alma y otorgan al hombre una grandeza colosal”.
Y cuando, ya preso en la isla, se enteró de que la esposa del almirante Malcolm, comandante de la guarnición, era escocesa, le preguntó si conocía los poemas de Ossian. Ella le respondió que sí y que le sorprendía que fuesen más admirados en el Continente que en la propia Gran Bretaña, ante lo que Napoleón se apuntó el mérito:
“Eso ha sido por mí. Yo lo puse de moda. Hasta me han acusado de tener la cabeza recalentada por los vapores de Ossian”.
En 1801, todavía cónsul, había encargado dos cuadros de tema ossiánico para decorar el palacio de Malmaison, recientemente adquirido por su esposa Josefina. El de François Gérard, ceñido a la leyenda, representó a Ossian invocando mediante los sones de su arpa a los espíritus de los héroes muertos. Por su parte, el de Anne-Louis Girodet-Trioson, mezclando la obra del poeta escocés con la actualidad política de Francia, llevó por título Apoteosis de los héroes franceses muertos por la patria durante la guerra de la Libertad. Uno de los primeros ejemplos de la escuela romántica francesa, el abigarrado cuadro de Girodet, alumno aventajado del neoclásico Jacques-Louis David, representó al bardo Ossian escoltado por un ejército de guerreros de la Antigüedad y recibiendo en el Walhalla a los generales franceses muertos durante las campañas revolucionarias y consulares.
También francés fue el autor del que probablemente sea el cuadro de tema ossiánico más célebre de todos: Jean-Auguste Ingres. Pues en 1812, ante la llegada del ya por entonces emperador a Roma, se le encargaron dos cuadros para el palacio del Quirinal, donde iba a alojarse. El primero de ellos representó a Rómulo y el segundo, siguiendo la moda de la época y el gusto del emperador, a Ossian. Colocada en el techo de la alcoba de Napoleón para mejor inspiración de sus ensoñaciones bélicas, la pintura, titulada precisamente El sueño de Ossian, representaba al anciano bardo dormido sobre su arpa. El producto de su sueño consistía en las figuras marmóreas de los personajes de los versos macphersonianos flotando sobre las nubes. El personaje onírico principal, con escudo circular y yelmo alado, es Óscar el hijo de Ossian y nieto de Fingal.
El entusiasmo ossiánico de Napoleón no quedaría limitado a la pintura, ya que tendría efectos muy lejos de las fronteras francesas y en terrenos tan inesperados como el onomástico. Pues en 1799 había logrado convencer a su amigo el general Jean-Baptiste Bernadotte de que bautizara a su hijo con el nombre del hijo de Ossian, Óscar (amante de ciervos, en gaélico). En 1810, Bernadotte, muy popular en Suecia desde su presencia allí durante la campaña en el Báltico, fue elegido sorprendentemente sucesor del anciano Carlos XIII. En 1818 ascendió al trono sueco con el nombre de Carlos XIV Juan, comenzando así la dinastía actualmente reinante en aquel país. Su sucesor fue su hijo, Óscar I de Suecia, cuyo nombre pasó a ser muy popular en aquel país desde entonces hasta nuestros días.
Otro francés cautivado por la obra de Macpherson fue François-René de Chateaubriand, en cuyos escritos aparecen a menudo los temas ossiánicos. En su juventud, tras varios años exiliado en Inglaterra huyendo de la revolución, dejó por escrito que “soy, junto con el doctor Blair en Inglaterra, el señor Goethe en Alemania y tantos otros, uno de esos espíritus crédulos a los que las burlas de Johnson no han podido convencer de que no hay nada verdadero en las obras del bardo escocés”. Pero pocos años después, en diciembre de 1800, confesó en un artículo publicado en Mercure de France que “ya son sólo extranjeros los que siguen atontados por Ossian. Toda Inglaterra está convencida de que los poemas que llevan su nombre son obra del propio señor Macpherson. Yo mismo estuve engañado durante mucho tiempo por esta ingeniosa mentira”.
Pero no todos se habían dado cuenta de la farsa macphersoniana. Aquel mismo año de 1800, la influyente madame de Staël escribió que “hay dos literaturas completamente distintas, la que viene del sur y la que desciende del norte, la que tiene a Homero como fuente originaria y la que tiene a Ossian”.
La música francesa también recibió el impacto del falso bardo escocés. Por ejemplo, François Hippolyte Barthélémon, compositor galo afincado en Londres, firmó en 1768 su ópera Oithóna, de escasa calidad y menor éxito. En la propia Francia, Étienne Nicolas Méhul estrenó su ópera ossiánica Uthal en 1806, y su adversario Jean-François Le Sueur, maestro de Berlioz, hizo lo propio con su Ossian o los bardos en 1804, con la presencia de Napoleón en el palco. Tanto entusiasmo le provocó que le concedió inmediatamente la Legión de Honor. Contrariamente a la ópera de Méhul, que cayó rápidamente en el olvido, la de Le Sueur alcanzó setenta representaciones en doce años antes de desaparecer igualmente del repertorio. Su discípulo, el arrebatadamente romántico Héctor Berlioz, pondría en labios del narrador de Lélio o el regreso a la vida (1832) esta alabanza a su ídolo Shakespeare:
“¡Oh, Shakespeare! ¡Shakespeare! A pesar de que tus primeros años pasaran desapercibidos y de que tu historia sea casi tan incierta como las de Ossian y Homero, ¡qué huellas tan deslumbrantes ha dejado tu genio!”.
La influencia de la obra de Macpherson fue extraordinaria, pues no en vano se trató del libro que más hizo por la eclosión de la literatura romántica que dominaría en Europa durante casi un siglo. Junto al escocés Walter Scott, la otra gran personalidad de las letras del primer romanticismo fue el alemán Johann Wolfgang von Goethe, autor del semiautobiográfico Las penas del joven Werther, publicado en 1774. Este famosísimo dramón sobre un sensiblero joven que se suicida por un amor imposible, al estar su amada Charlotte casada con un amigo, ejerció una influencia extraordinaria en la Europa de las primeras décadas del siglo XIX, hasta el punto de que se puso de moda tanto el atuendo del protagonista, frac azul y chaleco amarillo, como la costumbre de suicidarse para evitar el mal de amores. En los años siguientes, por toda una Europa efervescente de romanticismo aparecieron decenas de cadáveres con chaleco amarillo o con el libro de Goethe en el bolsillo. En algunos países, como Italia, Dinamarca y España, e incluso en algunos estados alemanes, se llegó a prohibir su publicación por considerar que incitaba al suicidio. En Leipzig se llegó a prohibir hasta vestir como Werther. Los novelescos amantes aparecieron representados en abanicos, cerámicas y cajas de bombones. Y un perfumista hizo el agosto vendiendo por toda Europa frascos de Eau de Werther. Entre tanta locura alguno conservó la lucidez, como el eminente científico y escritor Georg Christoph Lichtenberg, al que el libro de marras le pareció un espanto. Acusó a Goethe de hombre nocivo y espíritu pequeño por no haber utilizado su talento para enseñar y mejorar al prójimo. Aparte de perniciosa por sus consecuencias públicas –furor wertherinus bautizó a la moda suicida–, la novela le pareció tan aburrida que en sus afilados Aforismos sólo absolvió de ella su desenlace:
“El mejor pasaje del Werther es aquel en el que el cobardica del protagonista se pega por fin un tiro”.
Y tampoco encontró justificables los argumentos que Goethe puso en boca de su atormentado personaje:
“El aroma de un pastel recién horneado es una razón más poderosa para quedarse en el mundo que todos los argumentos supuestamente elevados del joven Werther para abandonarlo”.
En el terreno musical, uno de los casos más significativos fue el de Johannes Brahms, imposiblemente enamorado de Clara, la mujer de su adorado Robert Schumann. Cuando, tras largos años de elaboración, su tercer cuarteto para piano y cuerdas, op. 60, quedó finalmente listo para la imprenta, Brahms explicó a su editor que “puede usted poner en la portada un cuadro que represente una cabeza y una pistola apuntándola; así podrá hacerse una idea de lo que significa esta música. Le enviaré mi retrato”. A causa de una carta a un amigo relacionando el primer movimiento del cuarteto con “el hombre del chaleco amarillo”, a veces se le subtitula Cuarteto Werther.
Pero el detalle más importante del arrebatado libro de Goethe fue que el protagonista estaba obsesionado con los versos ossiánicos –“Ossian ha desplazado a Homero de mi corazón”–, a los que tomaba por verdaderamente escritos en el lejano siglo III y a cuya traducción se dedicaba para poder leérselos a su amada Charlotte, pues no en vano estaban repletos tanto de trágicas batallas como de amores infortunados. En la escena cumbre del drama, ella le pide que lea algunos versos de Ossian, tras lo que ambos lloran desesperados por ver su triste destino reflejado en ellos. En pleno frenesí, él se atreve a besarla, pero ella le rechaza porque no quiere ser infiel a su marido: “Es la última vez, Werther. No volveréis a verme”. Werther se despide con un desesperado “¡Adiós, Carlota! ¡Adiós para siempre!” y esa misma noche, elegantemente ataviado con su frac azul y su chaleco amarillo, se pega un tiro con la pistola que le pide prestada a su amigo y marido de su amada.
Precisamente los últimos versos leídos por Werther, que provocaron el trágico estallido final, son el fragmento ossiánico más famoso de la historia de la música gracias a la célebre aria del Werther de Massenet (1892) “Pourquoi me réveiller, ô souffle du printemps?”. Y, sin salir de las fronteras francesas, el más insigne adorador de la novela goethiana de trasfondo ossiánico fue, una vez más, el emperador Napoleón, que afirmó haberla leído varias veces y que, cuando se entrevistó con Goethe en 1808, logró sorprenderle por su minucioso conocimiento de la obra hasta en sus más pequeños detalles.
Pero fue en el mundo anglosajón de ambas orillas del Atlántico, así como en el germánico, donde los ecos ossiánicos resonaron con más fuerza tanto en la literatura como en la música o incluso en la política. El norteamericano Henry D. Thoreau, por ejemplo, situó al inexistente Ossian a la altura de Homero y Chaucer y dijo de él que “habla en una lengua gigante y universal”.
En cuanto al terreno político, los relatos ossiánicos, núcleo de lo que se denominó en inglés Fenian Cycle y en irlandés Fiannaíocht (por Fionn mac Cumhaill-Fingal, padre de Oisín-Ossian y caudillo de los Fianna, legendarios guerreros irlandeses), con la mediación o no de la reelaboración macphersoniana, inspirarían en el siglo XIX el nombre de la Fenian Brotherhood (Hermandad Feniana), fundada en los Estados Unidos en 1858 por irlandeses huidos de la Gran Hambruna. El principal promotor de dicha hermandad, germen del nacionalismo irlandés, fue John O’Mahony, profesor de lengua irlandesa, que bautizó su organización en honor de Fingal y sus Fianna. Sus miembros fueron conocidos, tanto en los Estados Unidos como en las Islas Británicas, como los fenianos, término que ha sobrevivido hasta hoy para denominar, generalmente con hostilidad, a los católicos de Irlanda del norte así como a los escoceses católicos o de origen irlandés, como los hinchas del Celtic de Glasgow, equipo de fútbol fundado en 1887 por emigrantes irlandeses.
Por lo que se refiere a la literatura germánica, además de un Goethe que, con su Werther, difundió la moda ossiánica por todo el mundo germanohablante, no pocas de las primeras plumas de la época prestaron especial atención a la obra de Macpherson, pues en la Alemania del Sturm und Drang y el primer romanticismo se consideró que solamente Shakespeare y Homero podían alcanzar la altura del bardo escocés recién redescubierto por Macpherson. Herder, por ejemplo, autor del temprano ensayo Sobre Ossian y los cantos de los pueblos antiguos (1772), influyó decisivamente en la afición ossiánica de un Goethe con el que solía conversar sobre el asunto. A Schiller el debate sobre su autenticidad no le interesó tanto como los valores estéticos de los versos ossiánicos. Goethe y Schiller fueron, por cierto, dos de los cuatro poetas favoritos de Beethoven, que incorporó los versos del segundo en el celebérrimo movimiento coral de su novena sinfonía. Los otros dos, según dejó por escrito, fueron, en perfecta sincronía con la moda de la época, Homero y Ossian. Y Hölderlin llegó a aprenderse de memoria grandes fragmentos de las aventuras fingalescas.
La razón de este éxito en los países germánicos fue que la publicación de las falsas traducciones de Macpherson coincidieron en el tiempo con el surgimiento de la nueva sensibilidad romántica, tan vinculada al incipiente nacionalismo alemán, que comenzó a apartar las referencias mitológicas grecolatinas, dominantes durante siglos en toda Europa, para reemplazarlas con material autóctono: la mitología escandinava; las sagas vikingas; la mitología céltica; las leyendas artúricas y nibelúngicas; Hermann-Arminius, vencedor de los romanos en el bosque de Teutoburgo, etc. Bien claro lo expresó el ficticio Werther, álter ego de Goethe, al declarar su recién adquirida preferencia por Ossian frente a Homero. Todo ello tendría una influencia esencial en las tendencias nordicistas, enfrentadas a lo meridional, lo latino y lo católico, que cuajarían en los movimientos nacionalistas de la segunda mitad del XIX y primera del XX.
Pieza clave de este renovado interés por los héroes nacionales de una Alemania que comenzaba su despertar fue el poeta Friedrich Gottlieb Klopstock, autor del drama Hermannsschlacht: ein nationales Bardiet (La batalla de Hermann: un canto guerrero nacional). Klopstock consideró que Ossian, por ser caledonio, pertenecía al mundo cultural germánico y que a través de su obra podía imaginarse la grandeza de los antiguos poetas épicos germanos lamentablemente perdidos.
Por lo que se refiere a la música, Franz Schubert, que para sus lieder solió inspirarse en poemas de escritores alemanes de su propia generación o poco anteriores, hizo una excepción con el puñado de versos ossiánicos a los que puso música: Ossians Lied nach dem Falle Nathos (Canción de Ossian a la muerte de Nathos), Das Mädchen von Inistor (La doncella de Inistor) y Die Nacht (La noche). Una generación más tarde, un joven Johannes Brahms acudiría a Ossian para componer dos de sus lieder corales: Darthulas Grabesgesang (Lamento por Darthula) y Gesang aus Fingal (Canción de Fingal). En el caso de esta última, el coro femenino está acompañado por el inhabitual pero muy significativo conjunto de dos trompas y un arpa.
Otros compositores del norte de Europa llevaron los asuntos ossiánicos a sus pentagramas. La primera composición del danés Niels Gade, por ejemplo, fue una obertura titulada Efterklange af Ossian (Ecos de Ossian), de 1840, mediocre partitura de un mediocre compositor que gozó del apoyo y amistad de Mendelssohn. Curiosamente, la traducción en la que se inspiró Gade había sido realizada por el poeta Steen Steensen Blicher, que se permitió la libertad de trasladar la epopeya escocesa a suelo danés, germanizando así las leyendas célticas para mayor gloria patria. Cuatro años después regresó a Escocia y sus leyendas en busca de argumento para una nueva obertura, En las Highlands, de bastante mejor factura que la anterior. Y en 1846 concluyó su ciclo ossiánico con la cantata Comala, repleta de guerreros, doncellas y bardos.
Once años antes de la aparición de la obertura ossiánica de Gade, su maestro Félix Mendelssohn, por entonces un tierno veinteañero pero ya maduro compositor, se fue de vacaciones a Escocia. Era el verano de 1829, y junto a su amigo Karl Klingemann se llegó hasta las lejanas y deshabitadas islas Hébridas, en la costa noroccidental del país. Tan lejanas y deshabitadas que, por extraño que pueda parecer, en suelo europeo y en fecha tan avanzada como el siglo XVIII no habían sido exploradas del todo. La prueba de ello es que el naturalista Joseph Banks, compañero de expediciones de Cook e introductor en Europa del eucalipto, durante una expedición científica a Islandia en 1772 descubrió por casualidad una singular cueva basáltica en la pequeña isla de Staffa, cueva al nivel del mar de la que hasta entonces nadie había dado noticia. Por sus extraordinarias formas, que la asemejan a una catedral, y por el ruido que el viento y el mar provocan al adentrarse en ella, comenzó a ser llamada, en gaélico, An Uamh Bhin (la gruta melodiosa), si bien la fiebre ossiánica, recientemente encendida por la obra de Macpherson, no tardó en sustituir el nombre por el más poético aún de la gruta de Fingal. Porque al mítico Fionn mac Cumhaill, alias Fingal, padre de Oisín, alias Ossian, oportunamente convertido en gigante, se le atribuyó la construcción de la Calzada de los ídem en la costa septentrional irlandesa y de dicha gruta en las Hébridas, lugares ambos famosos por las columnas basálticas que Fingal habría colocado allí para pasar de una costa a otra sin mojarse los pies. Así la describió Walter Scott cuando la visitó en 1810:
“Staffa es uno de los lugares más extraordinarios que haya visto nunca. Superó con creces cualquier descripción que hubiera oído: la apariencia de la gruta, compuesta entramente por pilares basálticos tan altos como el techo de una catedral penetrando profundamente en la roca, eternamente barrida por un mar profundo y agitado, y como pavimentada con mármol brillante, desafía toda descripción. Se puede caminar por los pilares quebrados con alguna dificultad, y en algunos lugares con cierto peligro, hasta el mismo fondo. También los barcos pueden entrar cuando el mar está en calma, lo que no suele suceder”.
Mendelssohn y Klingemann no quisieron abandonar Escocia sin visitar la famosa gruta que tantos versos rebosantes de misticismo y de leyendas había inspirado a los poetas de aquellos románticos tiempos, como Scott, Wordsworth y Keats. William Wordsworth, por ejemplo, hizo al fantasma de Fingal habitar en la cueva, mientras que John Keats proclamó, poniéndolo en los labios del mismo Fingal, la unión entre religión y naturaleza:
“¡Muchos mortales en estos días
osan pisar nuestros caminos sagrados,
osan audazmente entrar
en esta Catedral del Mar!
El día anterior a la excursión, 7 de agosto de 1829, impresionado por los agrestes paisajes costeros, Mendelssohn anotó veintiún compases que le envió por carta a su hermana Fanny junto a este comentario:
“Para que comprendas cuán extraordinariamente me han afectado las Hébridas, aquí tienes lo que me ha venido a la cabeza”.
Se trataba del tema con el que comienza la obertura que inmortalizaría musicalmente aquellas islas para siempre. El mar no debió de estar agradable el día de la visita a la gruta, por lo que Mendelssohn, muy mareado, no pudo contemplarla con calma. Así lo anotó Klingemann:
“El mar sibilante condujo nuestros barcos hasta los peldaños y pilares de la célebre gruta de Fingal. Probablemente las rugientes olas verdes nunca hayan acometido una caverna tan extraña como aquélla, con sus pilares que simulan el interior de un inmenso órgano, negro y resonante sin propósito alguno, allí escondido mientras el ancho y oscuro mar entra y sale”.
Aquella misma tarde, una vez superado el mareo, los dos amigos visitaron a una familia escocesa a la que pidieron abrir el piano para tocar los pocos compases anotados fugazmente el día anterior. Como era domingo, la petición fue considerada por los píos paisanos como poco menos que sacrílega, aunque finalmente consiguieron convencerles. Y en aquel humilde piano escocés sonaron por primera vez las notas del comienzo de La gruta de Fingal.
Ya de vuelta a casa, Mendelssohn siguió trabajando en la partitura, que concluiría en Italia a finales del año siguiente. No son pocos los amantes de la música y los críticos que consideran que el segundo tema, presentado por los violonchelos y recogido a continuación por los violines, es la melodía más grandiosa que compuso Mendelssohn, en dura competencia, sin duda, con el glorioso tema del primer movimiento del concierto para violín o el maestoso conclusivo de la otra obra surgida de aquel viaje, la Sinfonía Escocesa.
Pero tampoco quedó satisfecho con el resultado, razón por la que siguió retocándola hasta su publicación en 1835, seis años después de que le vinieran a la mente aquellas primeras notas. También el título fue cambiando: el primero que se le ocurrió fue Las Hébridas; un año más tarde lo cambió por La isla solitaria; después llegaría Las islas de Fingal; y finalmente quedaría el doble título definitivo, La gruta de Fingal (Las Hébridas), utilizados hoy indistintamente.
Mendelssohn siempre tuvo predilección por el mar. No por casualidad dos de sus cuatro oberturas son de tema marino: la que nos ocupa y Mar en calma y viaje próspero:
“Para mí, el objeto más admirable de la naturaleza es, y siempre lo será, el mar. Lo amo casi más que a los cielos”.
Efectivamente, La gruta de Fingal ha pasado a la historia, junto a El mar de Debussy, como la más prodigiosa música marina jamás escrita. Y el paralelismo con el compositor francés no se refiere solamente a la referencia extramusical explícita. Así lo explicaría Alfred Einstein en su clásico La música en la época romántica al conectar las oberturas mendelssohnianas con el antecedente de la Pastoral de Beethoven:
“Este rasgo de su obra se revela en la perfecta redondez de la forma que, desde el punto de vista musical, es enteramente independiente. El romanticismo también se pone de manifiesto en la ideación de los temas estimulada desde el exterior, especialmente en sus dos oberturas más elaboradas, las de El sueño de una noche de verano y La gruta de Fingal. Está presente en ambas, sobre todo en las secciones de desarrollo, vivificado por el humor o por el amor al dilatado y elegíaco paisaje norteño. No se trata de música programática, sino del reflejo musical de los personajes de Shakespeare o de la experiencia de la naturaleza profundamente sentida en un alma admirable y exquisita. Junto a todos estos rasgos no puede tomarse como contradicción importante el hecho de que ya en la obertura de Las Hébridas esté presente el matiz impresionista, y en un alto grado; impresionismo que se encontraba en la Sinfonía Pastoral de Beethoven y que, cada vez en mayor medida, constituye un ingrediente del romanticismo”.
Hasta Wagner, que nunca tuvo especial simpatía ni por Mendelssohn ni por su música, reconoció la grandeza de la obra:
“Mendelssohn fue un pintor de paisajes de primera categoría, y su obertura Las Hébridas es su obra maestra. Una imaginación maravillosa y una sensibilidad delicada se combinan aquí con una técnica consumada. Nótese la extraordinaria belleza del pasaje en el que el oboe se destaca por encima de los demás instrumentos con un gemido lastimero como los vientos marinos sobre el mar”.
El eminente musicólogo George Grove, biógrafo de Beethoven, Mendelssohn y Schubert y artífice de la enciclopedia referencial de la música occidental, el Grove Dictionary of Music and Musicians, resumió así el carácter marino de la obertura:
“Es difícil imaginar que esta encantadora composición pueda ser tenida alguna vez por cualquier otra cosa que no sea una pieza marina. Seguramente sea imposible interpretarla de otra manera. Esas ráfagas que suben y bajan, y barren y silban entre las rocas; esas notas descendentes que parecen precipitarse hasta las cavidades más profundas del océano y otros efectos que en manos de un músico inferior sonarían a imitaciones pero que aquí son tan consustanciales a la pintura musical como los vientos y las olas lo son a la isla de Staffa; todo ello pertenece evidentemente al mar, y solamente al mar”.
Pero en La gruta de Fingal no está presente sólo el mar, puesto que no es difícil vincular sus misteriosos y a veces marciales sones con las antiguas leyendas que flotaban por los cielos de las Highlands en aquellos ossiánicos días, que Mendelssohn no pudo dejar de tener presentes y que no por casualidad reflejó en el propio título de la partitura. Y, por supuesto, lo más importante de todo, por encima de mares tormentosos, de costas brumosas, de bardos legendarios y de batallas antiguas, es la arquitectura musical. Porque, como Mendelssohn explicó en sus cartas a su hermana, el minucioso trabajo efectuado en la partitura entre sus primeros esbozos de 1829 y su forma definitiva de 1835 se debió a su deseo de encontrar el equilibrio entre la solidez formal de una partitura sinfónica y la referencia extramusical: el paisaje de las Hébridas y el aliento épico de la obra macphersoniana.
Indudablemente, lo consiguió. Por eso debemos agradecer al pícaro de Macpherson que, gracias a su farsa, por la que ganó la inmortalidad y una tumba junto a las de los grandes genios enterrados en la abadía de Westminster, se disparó la inspiración de Félix Mendelssohn para legar a la posteridad una de las obras más sublimes de la historia de la música.