De corderos, valses y otros fascismos

No tenía intención de escribir nada debido al enojo que me provoca tener que desenvainar la pluma cuando, ante el absurdo que nos asfixia, lo que pide el espíritu es quedarse callado.

 

Había decidido darme una tregua, pero ese invento del maligno de espaldas al cual llevo viviendo toda mi vida con inmensa felicidad ha venido a aguijonearme mediante un hermoso documental con el que me topé por casualidad. Pues los únicos programas a los que de vez en cuando echo un vistazo en compañía de mi media naranja son esos documentales de viajes y gastronomía que suelen emitirse a la hora del almuerzo. Ingleses y franceses todos ellos, naturalmente, lo que suele ser sinónimo de calidad y buen gusto.

 

En este caso se trató de un joven cocinero francés que viaja por el mundo divulgando tradiciones gastronómicas e iniciativas agropecuarias destinadas a producir alimentos sanos. Hace poco dirigió sus pasos al normando Mont Saint-Michel para charlar con un paisano que se dedica a pastorear corderos en las marismas de aquel hermosísimo lugar de la Francia septentrional. La singularidad de aquellas tierras consiste en que, como las mareas las invaden intermitentemente, sobre ellas no crecen las hierbas habituales, sino especies adaptadas al agua salada. Por eso la carne de las ovejas que allí pastan tiene un gusto especial consecuencia de su especial alimentación.

 

El entrevistado era un marino retirado que, tras décadas viajando por los siete mares, regresó a su hogar. Allí ejerce de ganadero y de propietario de un coqueto hotel rural en el que recibe la visita de turistas atraídos tanto por el paisaje y el arte como por la gastronomía de la tierra del camembert y del cordero de las marismas. Cuando el entrevistador le preguntó por qué había decidido ganarse la vida criando aquella raza de corderos al parecer en vías de extinción, el normando respondió que lo hacía por su familia, por mantener la tradición y por el apego a la tierra de sus ancestros.

 

Aquel fue el momento en el que me atraganté: ¡familia, tradición y apego a su tierra! ¡Intolerable! ¡Cómo era posible que semejantes palabras fueran pronunciadas por un europeo del siglo XXI y, peor aún, que fuesen emitidas en horario en el que podrían ser oídas por algún infante inocente e impresionable! ¿Acaso aquel desdichado ignoraba que la familia es una institución reaccionaria de la que debemos liberarnos para alcanzar nuestra autonomía como individuos, que responde a un diseño falócrata y heteropatriarcal construido para sojuzgar a la mujer y que los hijos no son de los padres sino de un Estado que decide lo que han de estudiar, lo que deben pensar y cómo tienen que vivir? ¿Acaso no sabía que la tradición es una rémora que impide el progreso y perpetúa las injusticias heredadas del oscuro pasado? ¿Acaso consideraba que el apego a la tierra es un valor defendible a unas alturas de la historia en las que toda la gente leída y escribida sabe que no hay más patria que la Humanidad, que la tierra es del viento, que nadie es extranjero y que el patriotismo es el último refugio de los canallas? Un fascista, sin duda, el señor de los corderos.

 

Tan fascista como esos austriacos que, año tras año, se empeñan en mantener viva la tradición del Concierto de Año Nuevo. Llegados a este párrafo, no me queda más remedio que hacerles una confidencia. Los únicos valses que suelo escuchar son los de El caballero de la rosa, ajenos al repertorio habitual centrado en las obras de los Strauss vieneses y compositores similares, pero cada 1 de enero intento no perdérmelo. Y mi reacción es siempre la misma. La sonrisa no me abandona durante todo el concierto, un prodigio de belleza, elegancia y alegría. Pero hacia el final, sobre todo con El bello Danubio azul, la sonrisa se ve sustituida por la congoja. Y es que cada año me salta al cuello la evidencia de que ese concierto, esa orquesta, esos instrumentos, esa música, no son más que un irreal reflejo de un mundo que ya no existe; un fogonazo de otra época que nos recuerda lo que fue la Europa de ayer y nos tortura por nuestra estupidez de hoy.

 

Hablando de los Strauss, hace un par de años me llevé un susto musical de ultratumba cuando en un periódico cuyo nombre me empeñé en olvidar leí que el autor de la Marcha Radetzky, Johann Strauss padre –fallecido en 1849, para los legos en la materia–, “se afilió al partido nazi y realizó numerosas obras para ensalzar su ideario antisemita y xenófobo”.

 

Algunos meses después llegó a mis impresionables oídos una curiosa agitación beethoveniana proveniente de los Estados Unidos como efecto colateral de la hipócrita histeria racial desatada por los saqueadores progresistas de todos los colores. Porque en el afán de barrer la civilización occidental, fuente de todo mal, se añadió al genio de Bonn, precisamente con motivo de su 250º cumpleaños, en la lista de los eliminables. ¿Por qué? Pues porque algunos musicólogos, profesores y otros juntaletras han decretado que Beethoven es pieza central del supremacismo blanco, eurocéntrico y machista que ha mantenido fuera del Olimpo musical a las mujeres y los miembros de otras razas. Porque ahora resulta que en el mundo de la música impera un racismo institucional evidente ya desde la mera enunciación de los autores: mientras que basta decir el apellido de Beethoven, de Chopin o de Brahms para identificarles, a Perico el de los Palotes, Perica la de las Pelotas, Periquito el de los Pitos y otros compositores y compositoras caracterizados por su condición de negros, mujeres u homosexuales –y sobre todo, aunque curiosamente no se añada, por haber producido pentagramas escasamente conocidos en sus respectivas casas a la hora de comer– hay que señalarles por sus nombres y apellidos completos. Esta distinción onomástica, según estas luminarias de la progresía yanqui, es síntoma de sexismo y de supremacismo blanco ya que, como todo el mundo sabe, el canon musical occidental está integrado, casi en exclusividad, por hombres blancos muertos. Y, claro, de ahí a Auschwitz no hay más que un paso.

 

Al genial sordo le han colgado el sambenito de personificar mejor que nadie el privilegio blanco y macho. Según se ha llegado a afirmar, su quinta sinfonía es especialmente culpable por representar en sonidos la lucha del hombre contra el destino adverso, lo que implica una eyaculación creativa exaltadora de la opresión del varón blanco sobre las demás criaturas. Insoportable para las orejas actuales. Aunque tampoco deberíamos sorprendernos demasiado: en los años ochenta hubo una dizque musicóloga, de cuyo nombre mejor no acordarse, que proclamó que la novena sinfonía beethoveniana representa la rabia de un violador impotente.

 

Y ahora la Universidad de Oxford estudia “descolonizar” su currículo musical por pecar de demasiado europeo y blanco, lo que, según parece, “causa gran angustia a los estudiantes de color”. ¡Magnífica noticia! ¡Que empiecen a buscar sustitutos a Beethoven y compañía!

 

Nos enfrentamos a un panorama desolador: tradicionalistas, patriotas, falócratas, heteropatriarcas, reaccionarios, racistas, homófobos y machistas. Y al frente de todos ellos, Beethoven. Estamos rodeados. ¡Alerta antifascista!