Durante siglos, el teatro y la música no fueron actividades demasiado ceremoniosas. El público reía, protestaba, aplaudía y abroncaba con casi infinita libertad. Incluso, desde la precaria intimidad de sus palcos, las clases privilegiadas tuvieron por costumbre camuflar sus frenesíes eróticos entre los gorgoritos de las sopranos.
Pero desde el siglo XVIII la evolución de las costumbres fue imponiendo la estructura, orden y decoro que ha llegado hasta nuestros días. Una de las normas más importantes, junto al necesario silencio durante la interpretación, es la no escrita pero acatada en todos los países civilizados de no aplaudir entre movimientos.
En los países de tradición musical consolidada se respeta escrupulosamente, mientras que en otros, como el nuestro, demasiada gente recién llegada al mundo de la cultura lo ignora con sorprendente alegría. Algunos recordarán aquella memorable interpretación de la Pastoral beethoveniana en un recién inaugurado Palacio de Festivales que hasta saltó a la prensa por el bochornoso comportamiento del público santanderino.
Y junto a los aplaudidores fuera de tiempo es raro no gozar de la presencia de algún tonto del bravó, con acento en la o, presto a saltar cuando la última nota todavía sigue en el aire para demostrar su autoridad adelantándose una décima de segundo a la salva de aplausos, siempre inmediata e igualmente irrespetuosa con la obra del compositor y el trabajo de los músicos.
Debussy escribió que “el silencio es el homenaje más hermoso que se puede rendir a la música, muy preferible al ruido instintivo, primitivo y salvaje del aplauso”. Probablemente sea demasiado pedir. Pero lo que sí parece razonable es esperar de los bisoños en asuntos musicales que, por elemental cortesía y discreción, no confundan un concierto clásico con Woodstock y aprendan antes de meter la pata. Lo grave no es la ignorancia, sino la imprudencia.
Diario Montañés, 29 de agosto de 2012