La gran venganza es una lección magistral de historia contemporánea que va desde la proclamación de la Segunda República hasta estas fechas, en que nos encontramos en una situación que cada vez se parece más a la que dio pie a la Guerra Civil.
Cuando S. M. don Juan Carlos de Borbón se liberó del peso de la Corona y se sumó a la cofradía de los eméritos, una cadena de televisión organizó un concurso para decidir quién había sido el español más grande de su historia. Fueron muchos los votados, pero en cabeza quedó el monarca que acababa de abdicar. «Los invitados por la cadena para comentar los resultados de la votación –dejo la palabra a mi amigo montañés Jesús Laínz– fueron el político José Bono y el literato Antonio Gala, a quienes les pareció escandaloso que Franco hubiese acabado en un puesto bastante alto de la lista. Pero, se mire a la persona de Franco con simpatía, antipatía o indiferencia, se aprecie o no su papel como militar y político, se contemple con agrado, con disgusto o con desinterés el resultado final de la contienda y los hechos del régimen político nacido de ella, lo que parece indudable es que, de todos los españoles del siglo XX, ningún otro fue un destacado militar, ganó una guerra civil, gobernó su país durante cuarenta años sin demasiada molestia y se despidió de la vida imponiendo como sucesor al español más grande de su historia».
Cómo es que llegara a ser piedra de escándalo la mención, en un concurso televisivo, del nombre de quien el propio vencedor del concurso dijera al subir al trono: «Una figura excepcional entra en la Historia» y, días más tarde, por real decreto, hiciera figurar en cabeza, «en lo sucesivo y a perpetuidad», «en todos los escalafones de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire», es lo que Jesús Laínz nos explica en este libro titulado La gran venganza, publicado por Ediciones Encuentro. El libro se subtitula De la memoria histórica al derribo de la monarquía y es una lección magistral de historia contemporánea que va desde la proclamación de la Segunda República hasta estas fechas, en que, por si fuera poca cosa la globalización por la pandemia, nos encontramos en una situación que cada vez se parece más a la que dio pie a la Guerra Civil.
Nunca sabremos dónde estamos si no sabemos de dónde venimos y, para saberlo, no podemos limitarnos a lloriquear sobre el muro de la «Transición sin traumas», como se la llamó en su día y la siguen llamando los que aún la tienen como «una de las más originales e interesantes de nuestra historia», como proclamó en su día un prestigioso historiador encargado de demostrar que la historia de España tenía tres milenios. Y es que esa proclamación se hizo cuando la derecha vergonzante en el poder y con mayoría absoluta trataba tímidamente de contrarrestar la ofensiva de la «memoria histórica», emprendida como recurso a la desesperada de campaña electoral por el partido de los «cien años de honradez» que había detentado el poder hasta entonces.
Ese partido, en cuyo beneficio se diseñó realmente el mal llamado «golpe de Tejero», hizo de todo en unos años tan prósperos de los que todos nos beneficiamos, yo inclusive, a través de «bolos» para fundaciones de aquellas cajas de ahorro y montes de piedad, diremos, «socializados». Bien es verdad que en cambio acabarían «trabajando en el paro» los obreros a los que se había prometido crear 800.000 puestos de trabajo. Ese partido se mantuvo catorce años en el poder, hasta que lo perdió por sus pecados, en una época en que aún funcionaban los mecanismos de la democracia, y hubo necesidad de una hecatombe como la de Atocha para que, según proclamara un cineasta adicto, lo volviera a recuperar. También en este caso la nación refrendó el golpe con sus votos.
De esta suerte, el partido que presumía de cien años de honradez volvía a ser el partido de las doscientas checas y fue tal la aceleración de la máquina del tiempo que toda la clase política se sumó a la carrera hacia el actual precipicio. Es más, la mayoría absoluta obtenida en los comicios por la derecha vergonzante, sabedora de que, como ya dijo en su día el Viejo Profesor, «las promesas electorales están hechas para incumplirlas», respetó escrupulosamente todas las fechorías de sus predecesores.
Esto no le podía asombrar a nadie que hubiera entendido desde el principio que la llamada reconciliación se había convertido en contubernio, un contubernio que denunciaron personajes tan variopintos como el abogado García Trevijano, que, en un coloquio televisivo en el que contendimos, arremetió contra Carrillo por haber traicionado a los camaradas que se habían jugado la vida en la lucha contra la dictadura, hasta intelectuales como el Caballero Bonald que se lamentaba de que el cambio de régimen no hubiera consistido en un baño de sangre.
Jesús Laínz , al titular su libro La gran venganza, se adelanta sin querer a unas recientes palabras del actual presidente del Ejecutivo cuando, en su enfrentamiento con el Poder Judicial a propósito de su propósito de indultar a los insurrectos separatistas, toma de uno de los más caracterizados de estos, a saber, las de «venganza» y «revancha», aplicadas a la resolución del Tribunal Supremo. Y es que en esas palabras se encierra todo el fascinante relato que da comienzo con la proclamación de la segunda República, a ver si los que aún no se hayan enterado se enteran de una vez por todas de que el fin de los que en 1976 o 77 querían la ruptura, era la damnatio memoriae de todo lo ocurrido entre 1939 y 1975, a la vez que se glorificaba el quinquenio de 1931 a 1936, calificado incluso de Edad de Plata. Uno de los florones, y no el único, de esa mítica Edad, la Generación del 27, surgió, nos guste o no, bajo la Dictadura de Primo de Rivera, como los Firmes Especiales y la planificación hidrográfica. La cuestión era, en definitiva, invertir los resultados de una guerra de la que, como dije en la presentación de un libro, hoy se hablaría muy bien si la hubieran ganado los que la perdieron.
Laínz apoya su relato en testimonios de protagonistas de su relato, tanto de los arrepentidos como de los recalcitrantes, y todos son demoledores y a todos ellos los cita por su nombre. Hay uno, sin embargo, cuyo nombre no da pero que es tan amigo mío como de él, ya que su vida y la de su familia está repartida entre Santander y Sevilla. Este «amigo republicano» se llama Manuel de la Sierra y le falta poco para cumplir el siglo. Quiere decir que su memoria «histórica», en el sentido recto de la palabra, es más completa que la de nosotros dos. Este amigo le confiesa haber llorado de alegría el 14 de abril de 1931 y haber sentido la misma euforia el 18 de julio de 1936.
En cambio, se llevó un disgusto el día de 1947 en que se aprobó la Ley de Sucesión, por la que España se constituía en Reino, y otro aun mayor, en 1969, cuando el Caudillo designó sucesor suyo al Príncipe de España. Según él, Franco tenía que haber dimitido una vez concluida la guerra para dar paso a un régimen republicano «inspirado en la ideología falangista o algo similar». Uno de los responsables de que esto no sucediera fue, por cierto, el impulsor del bachillerato que yo estudié, que fue el del 38, el filósofo jerezano José Pemartín, gracias al cual, según llegó a escribir en su día el entonces padre Jesús Aguirre, «ayudado un poquito por Franco, se libró España de la revolución nacional-sindicalista».
Aquilino Duque
El Debate de hoy, 20 de junio de 2021