Si algo se echa de menos últimamente en los escritores de historia es su compromiso verdadero con los temas que preocupan a la sociedad presente. Muchos (también yo mismo, en algún caso) se encuentran imperturbables en su propia burbuja ‘pseudocientífica’, desenterrando causas completamente olvidadas e intrascendentes, fieles al método que han heredado de los discursos que defienden la cientificidad de la historiografía, pero ajenos a los problemas que la historia puede ayudar a iluminar. Y, además, con un estilo frío y hueco. Por eso seguramente el nulo interés de la mayoría de las tesis y trabajos de investigación puramente historiográficos y el auge de la novela histórica, que creo que contribuye entre fanfarrias y volatineros a la notable confusión en la apreciación del pasado que vivimos en nuestros días.
Una de esas cuestiones de constante actualidad es el auge de los nacionalismos, realizado sobre bases que, si para los interesados en la invertebración de España son muy fundadas e inconmovibles, en realidad no son más que construcciones e invenciones que se han valido con mayor o menor habilidad de la narratividad de sucesos prestos a (in)feliz tergiversación. He ahí la labor prioritaria del historiador que, sobre el principio básico de independencia y respeto a las fuentes, debe trazar el discurso, abrir sugerencias para el debate, cuestionar lo que parece incuestionable. No sólo contar «lo que parece que pasó», sino abrir con sus ladrillos las cabezas de los lectores (metafóricamente, claro). De esto se deduce, a mi juicio, la principal posición del escritor de historia: la crítica al poder, se llame éste como se llame. En tal perspectiva el historiador debería sentirse protegido, únicamente, por la libertad de conciencia, la pasión por la búsqueda de la verdad (aun contando con todo lo relativo que esto sea), la duda metódica, el planteamiento constante de si se está en el camino correcto o no.
Hace tiempo creo que la ‘memoria histórica’ no debe estar dirigida por los gobiernos; que tal expresión no es sino un intento del poder por envolver su propio discurso ideológico con alharacas de progresismo. Legislar la memoria por decreto-ley no es bueno, creo. No es el individuo para la sociedad, sino la sociedad para el individuo; la multiplicidad de discursos historiográficos debe facilitar quee el individuo conozca, opine, dude, reflexione, sin que se le impongan dogmas ideológicos. El compromiso del escritor no es tergiversar la historia, sino escribir lo que deba, aunque no sea grato al poder.
Toda esta parrafada anterior, paciente lector, viene al caso por un acontecimiento editorial reciente: el nuevo ensayo de Jesús Laínz, Escritos reaccionarios (para separatistas y progresistas). El autor es el ensayista cántabro (si queremos usar una «categoría» geopolítica a la moda) de más relevancia nacional: obras como España desquiciada o La nación falsificada han merecido justa resonancia; y con Adiós, España fue Laínz finalista del Premio Espasa de Ensayo, amén de situarse en la vanguardia de los más agudos y documentados estudiosos del separatismo en España. Con Escritos reaccionarios Laínz da otra «vuelta de tuerca» en su reflexión crítica, al reunir un conjunto de textos que son «reaccionarios» puesto que «reaccionan» contra los axiomas y topicazos de una progresía y unos «conservadores» que cada vez tienen menos cosas interesantes que decir: de eso, de no decir nada, tienen mucha experiencia nuestros políticos, sean del color que sean.
Laínz, con un estilo claro y ameno, no exento del tratamiento irónico que merecen algunos sucesos del pasado, analiza fenómenos como los mitos nacionalistas, el constitucionalismo, el totalitarismo o los diferentes modelos territoriales con abundante documentación y una destacada cercanía literaria que agiliza la lectura. Particular interés puede tener el capítulo dedicado a las relaciones entre los montañeses y el nacionalismo vasco, que nutre de contenido los sentimientos que albergue cada cual. No puede negarse a Laínz su capacidad crítica y su voluntad de poner en solfa algunos principios en verdad intolerables que van calando en este país. Creo que el autor, quizá sin saberlo, sigue ese principio del sabio francés Philippe Sollers: «Desecho lo que me impide crecer y sólo me interesa lo que me permite avanzar». Y el avance es siempre la reacción, el inconformismo en el que habitan los eternos e indispensables críticos, cuya postura es siempre más interesante que la de los falsos heterodoxos. Feliz Navidad.
Mario Crespo
Alerta, 21 de diciembre de 2008