Cada libro del montañés Jesús Laínz es una detallada descripción de las trampas semánticas y de otro tipo que los separatistas tendieron a los redactores del engendro constitucional de 1978. Por eso, cuando en ese engendro se ponen las esperanzas de una salvación de la patria, cabe preguntarse cómo es posible esperar que remedie el mal el mismo mal que lo causó. Sería un prodigio de la homeopatía que La Nicolasa, es decir, la Constitución del 78 restaurase la unidad nacional. Motivos hay para esperar el prodigio, y ellos se deben a la resistencia que algunos de los siete sabios de Gredos, como yo los llamo, lograron oponer a los más antiespañoles de los ponentes e incluyeron cláusulas como el artículo 150.
Si en la jerga política española hay una palabra a la que le sobren los adjetivos es la palabra “separatismo”. Dicho en términos teológicos, el separatismo es un pecado que no admite parvedad de materia, y de demostrarlo se han venido ocupando desde que padecemos democracia tanto los que sacuden el árbol como los que recogen las nueces. El autor de esta feliz imagen es uno de los pocos hombres públicos españoles que han expuesto con claridad su pensamiento. Ese pensamiento nunca ha sido un secreto, o al menos nunca debió serlo, pero yo, que siempre salgo por los fueros de la ornitología heráldica, creo que la democracia, en lugar de abolir el águila imperial del escudo, debería haber puesto en su lugar un avestruz, que es el ave que mejor encarna las virtudes de la clase política.
Jesús Laínz, que tiene un estómago a prueba de bombas, se ha tragado toda la literatura del separatismo pero sin enterrar su cabeza en la arena. Con una implacable perseverancia, Jesús Laínz aporta pruebas que, si en España hubiera un fiscal general digno de ese nombre y en las más altas instituciones un adarme de dignidad o de instinto de conservación, determinarían la ilegalización fulminante de cuantos partidos tengan la avilantez de apellidarse “nacionalistas”. Véase, entre los textos aportados en Escritos reaccionarios, la cartita enviada por don José Antonio Arrandiaga Larrinaga (a) Joala a su amigo don Engracio de Aranzadi, a los pocos días de la muerte de Sabino Arana y con referencia a su postrera pirueta “españolista”. En esa carta se dice que Sabino no estaba loco y sabía muy bien lo que se hacía. Estaba claro que por la fuerza no era posible lograr la independencia, por la desproporción entre las provincias vascongadas y el resto de España; de ahí que el programa “titulado, al menos por ahora, vasco-españolista” tendría la virtud de debilitar al enemigo y reforzar el nacionalismo. “¿Cómo? Dándole un plan político a España que la divida en trozos mil haciéndole perder la cohesión que entre sus regiones existe. … Y esa es la evolución al españolismo. ¿Qué cómo? Pues deseando que el regionalismo prospere en nuestro País y cunda por España, estableciéndose pleitos y contiendas entre las diversas regiones o aislándose unas de otras de modo tal que no les importe la totalidad de España”.
Puede verse que el engendro de las autonomías estaba ya en el cerebro de la Antiespaña en fecha tan remota como el 7 de diciembre de 1903, cuando esa carta fue escrita.
No fue ése uno de los menores motivos que tuve para pedir el NO en el referéndum de 1978.
Aquilino Duque
Análisis Digital, 9 de diciembre de 2008