El nombre de Jesús Laínz es bien conocido entre quienes siguen la reacción intelectual que en los últimos años se ha producido en España frente a la maquinaria cultural, política y propagandística de nuestros nacionalismos periféricos o disgregadores, que, ya desde el final del Régimen del General Franco, pero con fuerza redoblada una vez que la actual democracia les permitió acceder al poder político y administrativo, había llegado a hacerse indiscutible en la escena pública de nuestro país. Su Adiós España. Verdad y mentira de los nacionalismos (Ediciones Encuentro, 2004), verdadera summa contra las doctrinas de estos nacionalismos, ha acertado a desmontar la falaz tergiversación de la historia de España en la que se basan con mucha más eficacia, a mi modo de ver, que otros estudios que también lo han intentado, pero desde el pie forzado que supone el aceptar el relativismo posmoderno o los dogmas liberales.
Laínz, que no es historiador profesional ni intelectual diplomado, sino más bien lo que nuestros abuelos llamarían un publicista, es decir, alguien dedicado vocacionalmente a divulgar de manera crítica el conocimiento para acercarlo con rigor y seriedad al gran público, ha continuado su tarea a través de libros posteriores como La nación falsificada (Ediciones Encuentro, 2006), España desquiciada. Apuntes sobre el desasosiego nacional (Ediciones Encuentro, 2007), o, ya fuera del ámbito estricto del debate sobre los nacionalismos disgregadores, Escritos reaccionarios (Ediciones Encuentro, 2008). Tres años después de este último libro, nos ofrece otra obra importante que retoma uno de los puntos que había abordado en su Adiós España, pero al que en aquel momento no pudo dedicar la atención monográfica que sin duda merece: la utilización por los nacionalismos de las lenguas con finalidades políticas.
De nuevo, el tratamiento que le da al tema es muy original, pues comienza por desmontar un mito ampliamente extendido en España desde tiempos inmemoriales y al que con casi idéntica frecuencia e intensidad se han sumado tanto quienes quieren romper la unidad nacional como quienes desean mantenerla regenerando la nación: el carácter supuestamente diferencial y único del caso español (entendido en sentido negativo, por supuesto), una tesis en la que unos y otros acaban regodeándose con un placer masoquista. Desde luego, en lo que se refiere a la instrumentación política de las lenguas, no hay tal excepcionalidad española, sino por el contrario precedentes similares o mucho peores en prácticamente todos los rincones de Europa. Con su habitual seriedad en el manejo de las fuentes y su ágil y afilada pluma, Laínz dedica toda la primera parte de este Desde Santurce a Bizancio a relatarnos múltiples ejemplos de lo que ha supuesto históricamente para las personas el que las lenguas, de instrumentos de comunicación y entendimiento entre los seres humanos, hayan pasado a considerarse herramientas de construcción o de demolición nacional, según los casos.
Si en España, por mucho que nuestros nacionalistas lo pretendan, nunca se llegó a los rigores en la unificación lingüística para la edificación del Estado-Nación que se aprecian en otras grandes naciones europeas, en cambio llevamos el camino de superar en locura disgregadora a los últimos tiempos del Imperio Austrohúngaro, como ha puesto de manifiesto en alguna ocasión el catedrático de Derecho administrativo y eurodiputado de UPyD Francisco Sosa Wagner y ahora nos confirma Laínz. Precisamente la segunda parte del libro que nos ocupa es un apasionante estudio tanto de la manera en que en España el castellano, que desde la Edad Media se había ido convirtiendo en la lengua común (la lengua española por excelencia), se volvió también el idioma oficial, como de la actual reacción nacionalista frente a este hecho mediante el proceso que los propios nacionalistas han dado en llamar “normalización lingüística”.
El balance, como conoce perfectamente cualquiera que padezca en su propia región ese fenómeno, es que los nacionalistas y sus corifeos voluntarios o acomplejados no están ahorrando ninguno de los abusos que la historia enseña que se han perpetrado en este terreno -multas, monolingüismo en la escuela pública y privada y en la Administración, traducción forzosa e invención de topónimos y de nombres y apellidos-, superando con holgura los excesos que, en el camino hacia la oficialización de la lengua española común, pudieran haber cometido nuestro débil Estado liberal decimonónico, la Dictadura de Primo de Rivera e incluso el Régimen de Franco. Todo al servicio de un anacrónico remedo del proceso decimonónico de construcción de los grandes Estados-Nación, pero de finalidad inversa, que a lo único que conduce es a la consagración de un neocaciquismo regional que deja pequeño el de la Restauración y a la debilitación de la nación histórica y política, que es la española, justamente cuando más necesario sería su reforzamiento en el actual contexto de globalización e integración europea.
Luis Miguez
Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Santiago de Compostela
Razón Española, nº 172, marzo-abril de 2012