(Extractos del artículo conjunto sobre: Iñaki Ezkerra, Sabino Arana o la sentimentalidad totalitaria; Víctor Manuel Arbeloa, Perversiones políticas del lenguaje; Jesús Laínz, Adiós, España. Verdad y mentira de los nacionalismos; Pío Moa, Una historia chocante. Los nacionalismos vasco y catalán en la historia contemporánea de España; Antonio Elorza, Tras la huella de Sabino Arana. Los orígenes totalitarios del nacionalismo vasco).
Por su parte, la muy sólida obra de Jesús Laínz, que tampoco es historiador profesional, apenas ha recibido la atención que merece. Laínz sigue un enfoque diferente, más historia de ideas que historia de hechos. Analiza los argumentos (mitos, según los llama) del nacionalismo sobre la raza, la lengua, el territorio y la historia, y pone de relieve cuánto tiene de falso en unos casos, y de inaceptable moralmente, en otros.
Mientras Moa analiza el devenir del nacionalismo vasco desde Sabino Arana hasta nuestros días, el análisis de Laínz se dirige no a la historia del PNV, sino a la del País Vasco y sus habitantes. El objetivo de Laínz es desmontar la colección de tergiversaciones, mixtificaciones y puras y simples mentiras con los que Arana y sus seguidores han intentado contarnos una historia imaginaria del pueblo vasco. Laínz señala que es muy discutible el relato sobre un pueblo con identidad propia desde la noche de los tiempos, defensor con éxito de su independencia frente a los romanos, los visigodos y los invasores árabes. En cuanto a la historia de tenaz resistencia frente a los romanos, Laínz, tras poner en cuestión que existiera algo semejante a una «conciencia nacional vasca» en tal época, y sin negar episodios de oposición cántabra y vascona a la dominación romana, recuerda que vascones sirvieron en los ejércitos romanos durante siglos, como está documentado. Y en lo que respecta a la defensa vasca de su independencia frente a los visigodos, desvela Laínz una patraña muy ilustrativa de la manera nacionalista de escribir la historia: en las crónicas de los reyes visigodos aparecería la frase «domuit vascones» (subyugó a los vascones) constantemente repetida para cada monarca, prueba evidente, según los nacionalistas, de que en realidad los visigodos jamás habrían logrado someter al pueblo vasco. Desde Olano y Estella en los años treinta hasta Arzalluz, Batasuna y la propia ETA en la actualidad, se ha repetido la leyenda del «domuit vascones» y su significado como prueba de la ancestral independencia vasca. Todo muy ilustrativo, si no fuera por el pequeño detalle de que dicha frase jamás fue escrita. De hecho, ni siquiera existen tales crónicas de los reyes godos, más allá de los escritos de san Isidoro de Sevilla, en los que la citada frase no aparece.
Que no es cierta su supuesta resistencia frente a intentos de dominación por parte de los castellanos. Que, por el contrario, los territorios vascos fueron siempre parte integrante de Castilla, participando los vascos intensamente en la Reconquista. Que incluso los guipuzcoanos, en su calidad de castellanos, se enfrentaron en reiteradas ocasiones a los navarros. Y que los fueros no fueron, en absoluto, prueba de una independencia originaria que los reyes castellanos habrían reconocido, sino, por el contrario, un otorgamiento en reconocimiento de su fidelidad.
Son brillantes las páginas que dedica a desmontar las fabulaciones sabinianas sobre la Vasconia antigua y medieval. Laínz advierte (p. 731) que «nunca el país vasco ha sido soberano, y de hecho sus fueros proceden precisamente de la fidelidad de aquellos valles a los reyes de Castilla y de España» y recuerda que, escribiendo por la misma época que Arana, un gran historiador vizcaíno, Gregorio de Balparda, con incomparablemente mayor solvencia y mejor bagaje profesional que aquél, señalaba (1909) que «desde que a principios del siglo XI empieza a tenerse alguna idea de Vizcaya (lo que se diga de tiempos anteriores es el mentir de las estrellas) no ha vivido jamás otra vida política, internacional, jurídica, artística, social, científica ni religiosa que la de Castilla, aun en épocas muy anteriores a la constitución de la unidad nacional». En palabras de Laínz (p. 727): «Sobre la alucinación histórica y la ignorancia jurídica se ha construido el nacionalismo, que afirma una soberanía futura a partir de una inexistente realidad pretérita. Lo singular, en estos comienzos del siglo XXI, es que cientos de miles de españoles han sido convencidos de que tienen que negarse a serlo en nombre de una falacia histórica y jurídica de dimensiones sonrojantes». Difícilmente podría expresarse mejor con menos palabras. Es cierto que todos los nacionalismos se alimentan en buena medida de mitos e idealizaciones, pero ninguno como el vasco se apoya de forma tan descarada sobre el falseamiento de la historia.
Es sorprendente el aval de legitimidad que se ha venido otorgando a los nacionalismos vasco y catalán. Y más sorprendente en el caso del primero. No es asunto menor que la Autonomía vasca se haya dotado de un himno que procede del PNV y que es, en realidad, el Himno de laraza vasca, de una bandera –la ikurriña– inventada por Sabino Arana, y de una denominación –Euzkadi– que es un invento asimismo del susodicho y cuyo valor etimológico ya fuera en su día objeto de pitorreo por parte, entre muchos otros, de Miguel de Unamuno.
No parece aventurado pensar que sin el caldo de cultivo del nacionalismo xenófobo y victimista de Arana, ni de sus delirios sobre la nación vasca oprimida por el colonialismo español, difícilmente habría surgido el fenómeno de ETA. Al respecto, Laínz afirma que «sin Sabino no hay ni PNV ni ETA» (p. 794). Y añade que «el nacionalismo puede enorgullecerse de que, con el paso del tiempo, de este abono de mentiras y falsificaciones ha nacido el terrorismo. Envidiable currículum».
Fernando Eguidazu
Revista de Libros, nº 103-104, julio-agosto 2005