Han robado la historia de Cataluña y Vasconia

Los nacionalismos vasco y catalán se basan en la mentira. Desde su aparición, con motivo del Desastre del 98, han manipulado la historia y las personalidades de sus regiones para tratar de inventarse unas identidades distintas de una España caricaturizada. Jesús Laínz ha estudiado la historia que los Sabino Arana y Prat de la Riba, así como sus discípulos, han ocultado.

 

 

La principal impresión que uno siente al concluir la lectura de tu libro La nación falsificada es una projunda desazón. Uno se queda como aplastado bajo un gran peso: el de la colosal patraña sobre la que se asienta la vida de nuestra nación –o lo que de ella queda. El lector, incluido aquel que aún ama a España, que aún se siente concernido por nuestro destino colectivo, se queda abrumado al constatar cómo esta orwelliana falsificación de nuestra historia y de nuestra identidad lo marca todo..., incluso a él mismo. Porque todos insisto, incluso los antiseparatistas estamos vagamente convencidos de que nuestro conflicto nacional es algo que viene de lejos, como mínimo de 1714, si es que no de más atrás. Unos lo lamentamos con pesar, otros lo celebran con júbilo, pero todos creemos que vascos y catalanes son gentes que, desde muy antiguo, por no decir desde siempre, se han alzado en contra de lo español; son gentes que para afirmar la peculiaridad de su lengua y de su idiosincrasia han renegado de su pertenencia a lo español. Y sin embargo... ¿Podrías en pocas palabras explicarnos por qué ello no es en absoluto así?

 

Porque, desde que a fiinales del siglo XIX, con la excusa del 98, arrancaron los fenómenos separatistas como rechazo a una España en grave decadencia, no se ha dado una contestación contundente al artificio ideológico que han ido creando para intentar legitimar en el pasado sus aspiraciones para el futuro. Evidente­ mente, como decía aquel añorado programa de Sánchez Dragó, todo está en los libros: la obra de Menéndez Pelayo, Sánchez-Albornoz, Menéndez Pidal y tantos otros no se escribió en vano, y en sus muchas y maravillosas páginas cualquiera puede encontrar la verdad histórica de España. Pero dichas obras de erudición no han tenido efecto político alguno, mientras que las patrañas de Sabino Arana, Prat de la Riba y sus seguidores, sí, pues los partidos políticos que las sustentan han sabido propagarlas de forma magistral, por muy necias que sean. En toda la historia de España no hubo ni un solo catalán, ni un solo vasco que no se sintiera, que no se supiera español. Para eso hay que esperar a la creación de las adulteradas “conciencias nacionales” vasca y catalana surgidas del laboratorio de ios nacionalismos finiseculares, que transportaron retroactivamente los esquemas mentales y las modas de los separatistas de hoy a los vascos y catalanes de siglos pasados. Pero échese un vistazo, por ejemplo, a las memorias de Jaime I el Conquistador y podrá verse lo que opinaban los catalanes sobre España ya en aquel lejano siglo XIII; o a los versos de Alonso de Ercilla sobre Lepanto y la campaña contra los araucanos; o a la proclama de Casanova y compañía el 11 de septiembre de 1714, que ningún nacionalista catalán conoce; o a los cantos, versos, discursos y proclamas de los catalanes durante las guerras de la Convención y la de la Independencia; o los poemas dedicados por los versolaris vascongados a dichas guerras y a las carlistas, así como a las de Africa y Cuba, versos que, evidentemen­ te, se ocultan cuidadosamente a los escolares y al público en general. Además, los españoles somos muy aficionados a regodearnos en nuestra leyenda negra, así que la hispanofobia está servida, incluso entre quienes no sean separatistas. Ahí se entronca, por ejemplo, la ya larga tradición izquierdista de rechazo de la nación española. Por todo esto, el pueblo español es un pueblo desmemoriado. Si se conociera a sí mismo no estaría en la actual situación. Y si los vascos y los catalanes conocieran de verdad su historia, los separatismos no existirían.

 

Cuando uno piensa en toda esa inmensa cantidad de gentes, pensadores, literatos, militares, sin olvidar al pueblo llano, que van desfilando por las páginas de tu libro; cuando uno se da cuenta de lo que fueron capaces todos esos españoles para quienes el entroncamiento con su nación era cosa decisiva, vital; cuando uno piensa, en particular, en estos catalanes y vascos que, frente al invasor francés fueron los primeros, tu libro lo deja clarísimo, en alzarse en defensa de “Dios, la Patria y el Rey”; cuando uno piensa igualmente en todos los demás españoles que reaccionaron en todas partes por igual; cuando uno recuerda, por un lado, a nues­ tros antepasados... y piensa, por otro, en los blandengues españolitos de hoy para quienes la palabra “heroicidad” es simplemente repulsiva; cuando uno piensa en esos bien nutridos señoritos incapaces de sentir la menor inquietud colectiva, de mover un solo dedo frente a un separatismo que nos amenaza mucho más gravemente hoy que ayer Napoleón, ¿cómo no acabar diciéndonos que esta gente no es la misma, que nos la han cambiado, que aquí se ha producido una brutal mutación histórica?

 

Evidentemente, si España no fuese una nación en intensa decadencia, no tendría su existencia futura al borde del precipicio. Esto sólo les pasa a los pueblos débiles, y España lo es. De nada sirve dar la espalda a la realidad. El narcisismo no sirve de nada. La debilidad física, intelectual y espiritual de España es manifiesta, sobre todo si la comparamos con la España de otras épocas, orgullosa, vital y atrevida. O con otros países en los que aún se conservan ciertas virtudes viriles que aquí se desprecian, como Gran Bretaña o los Estados Unidos. Aunque en los llamados países de nuestro entorno las cosas tampoco difieren tanto. La enfermedad moral que tiene a la vieja España postrada en el lecho de la impotencia y el auto-odio también la padecen, en mayor o menor medida y en una u otra variante, todos los países europeos. Fijémonos, por ejemplo, en el lamentable separatismo escocés que les está saliendo a los británicos, en el incierto futuro de Bélgica o en el interminable y espinoso debate sobre la multiculturalidad que agita a toda Europa y a los Estados Unidos. Es una enfermedad occidental. Sobre ella ya escribieron hace décadas muchos insignes autores, como Nietzsche, Spengler o Bon. Y hoy, cada día más, insisten en ello personalidades de los más diversos campos e ideologías, desde el compositor Penderecki o la periodista Oriana Fallaci hasta el propio Papa, quien hace unos pocos días ha denunciado, una vez más, la voluntad de morir que demuestra Europa con intensidad creciente.

 

Volviendo a la cuestión estrictamente vasca y catalana, hay en tu libro algo que no dejará de asombrar a más de un lector acostumbrado a los planteamientos maniqueos y simplistas. Resulta que tu libro emprende el más demoledor ataque contra los postulados del nacionalismo catalán y vasco. Y, sin embargo, este ataque lo efectúas... en defensa de la identidad, la historia, las raíces de catalanes y vascos, defendiendo –dices– “su innegable personalidad frente a quienes la ocultan y menosprecian”. ¿Podrías explicarnos esta aparente paradoja?

 

No es una paradoja. Los principales enemigos de lo que ellos llaman tan obsesivamente “identidad” vasca y catalana son los nacionalistas vascos y catalanes. ¿Cómo se puede defender una identidad si para ello no se hace otra cosa que mentir, falsificar, ocultar y manipularla diariamente en el parlamento, la prensa, la universidad, la televisión, las escuelas, los libros y hasta los comics? La identidad que salga de esa sonrojante campaña de falsificación no puede ser otra cosa que una identidad falsa, un esperpento, un insulto contra la inteligencia y la decencia. Si algún día los ciudadanos vascos y catalanes consiguieran despertar de la alzheimerización colectiva a la que han sido sometidos por los nacionalistas, éstos iban a tener que salir corriendo de miedo y vergüenza.

 

Quienes ocultan y menosprecian hoy la innegable personalidad de catalanes y vascos son todos estos separatistas que se ven obligados a falsificar su propia historia –a silenciar, por ejemplo, el profundo españolismo de pretendidos iconos de la “resistencia antiespañola” como Rafael Casanova, Verdaguer, Zumalacárregui o Iparraguirre. Pero no privemos al lector del placer de descubrir lo que dice de España un Jacinto Verdaguer, o lo que pasó el famoso 11 de septiembre de 1714 cuando –pretenden los engañabobos– Rafael Casanova, “héroe nacional de Cataluña”, combatió hasta la derrota contra la “opresión española”. No quiero preguntarte sobre ello, sino sobre lo siguiente. Como antes decías, esta falsificación constituye el mayor menosprecio hacia la historia y la identidad de catalanes y vascos. Ahora bien, ¿no se debe reconocer que en otros momentos el menosprecio vino por parte de un centralismo cerril y jacobinista, incapaz de comprender y aceptar la riqueza que representa la multiplicidad de lenguas y personalidades de España? En tal sentido, aludes por ejemplo a la oportunidad que en el siglo XIX se perdió con la mancomunidad de Cataluña. ¿No crees, sin embargo, que aún mayor fue la oportunidad perdida por un franquismo que, si lo hubiese querido, habría podido hacer las cosas de manera profundamente distinta? ¿Cómo olvidar, por ejemplo, que la victoria de la España nacional había sido apoyada con la mayor de las entregas por la que históricamente fue la principal fuerza catalanista: la Lliga de Cambó?

 

Los errores y la obcecación han sido muchos, y el inoperante centralismo decimonónico causó bastantes de los problemas que luego se enquistaron. El indebido tratamiento dado al evidente bilingüismo de Cataluña fue, por ejemplo, causa de no pocos agravios que no hicieron sino enconar la cuestión. Pero los nacionalistas catalanes y vascos de hoy han aprendido muy bien de sus maestros franquistas, y ahí están repitiendo el error, esta vez en sentido contrario. Algunos nunca aprenderán.

 

¿Podemos concluir con alguna nota de esperanza... o no hay lugar, en nuestra Expaña de hoy, para la esperanza? El Adiós, España con que titulabas irónicamente tu anterior libro, ese gran éxito editorial, sería tal vez un adiós inapelable? O viendo, por el contrario, lo sucedido estos últimos años, viendo la forma en que una parte considerable de la sociedad española está reaccionando por fin ante la destrucción de nuestras señas de identidad, ¿no cabe considerar que el aparente adiós encubre en realidad un inminente renacer? Cuando, hace cosa de un siglo, unos reducidísimos núcleos de intelectuales y políticos nacionalistas comenzaron en Cataluña y las Vascongadas lo que tú llamas su magistral labor de falsificación histórica, ¿no se encontraban, como ellos mismos reconocían, en una situación de extrema marginación social?

 

El tiempo dirá. Yo no soy ni optimista ni pesimista. Estoy a la expectativa. Francamente, me considero incapaz de avanzar un pronóstico. El futuro está en nuestras manos, y será como nosotros nos lo fabriquemos. Los vascos, los catalanes y todos los españoles habrán de estar a la altura de las circunstancias si quieren sobrevivir como sociedades caracterizadas por una cultura arraigada en muchos siglos de historia. Los problemas a los que habremos de enfrentarnos –a los que nos estamos enfrentando ya– no son pocos ni pequeños. Si sabemos encararlos con firmeza, inteligencia y energía, los venceremos. Si no, los españoles, los vascos y los catalanes –todos sin excepción– no tardaremos en pasar a la categoría de recuerdo.

 

El Manifiesto, nº 8, marzo-abril de 2007

 

(Ilustración: Caricatura© de Julen Urrutia para el capítulo sobre Casanova y Villarroel de La nación falsificada, Ed. Encuentro 2006).