A pesar de haber tomado posesión de su cargo jurando una constitución cuyo artículo 2º proclama fundamentarse “en la indisoluble unidad de la nación española”, Artur Mas no aplaudió el discurso de la coronación de Felipe VI por haber tenido éste la extraña ocurrencia de hablar de la “nación española” en vez del “estado plurinacional”.
Mas no es el único en pontificar sobre este asunto, evidentemente. La izquierda, tradicionalmente alérgica a su propia nación, lo prueba todos los días. Así, Eduardo Madina ha declarado recientemente que “Cataluña tiene elementos que la distinguen como nación”. Desde la derecha también se proclama el nuevo axioma nacional. Herrero de Miñón, por ejemplo, no desaprovecha oportunidad para insistir en que “Cataluña es, evidentemente, una nación”. Y el presidente de Fomento de Trabajo, Gay de Montellà, exige “reconocer que Cataluña es una nación”.
Pero, ante tanta pontificación y tanta supuesta evidencia, ¿por qué a nadie se le ocurre prestar atención a la opinión y los hechos de los catalanes? Pues han sido ellos quienes, a lo largo de los siglos, han construido esa milenaria nación catalana cuya existencia hoy se proclama con suficiencia y se pretende hacer pasar por indiscutible.
Para jugar limpio, vayamos en primer lugar al momento en el que la nación española pudo haber dejado de existir, la invasión francesa de 1808, momento en el que, precisamente, se proclamó por primera vez en la historia a la nación española como depositaria de la soberanía nacional. ¿Y qué hicieron los catalanes en aquel momento en el que, dada la secesión que les puso en bandeja Napoleón, tan fácil habrían tenido abandonar la nación que, al parecer, no era la suya?: matar franceses y enviar sus representantes a las cortes gaditanas para elaborar la primera constitución española bajo la presidencia –¡vaya por Dios!– del catalán Lázaro Dou.
Uno de los más activos constituyentes fue el catalán Antonio Capmany, quien recordara desde la tribuna que la representación de los diputados es un mandato de la nación en su conjunto, no fragmentable por territorios:
“Nos llamamos diputados de la Nación y no de tal o tal provincia; hay diputados por Cataluña, por Galicia, etc., mas no de Cataluña, de Galicia, etc.”.
También fue Capmany el autor de la más flamígera defensa de la nación española jamás escrita, su Centinela contra franceses, en la cual mencionó a la nación en treinta y dos ocasiones, todas ellas referidas a España y ninguna a Cataluña.
En todos los textos y proclamas emitidos por los catalanes durante la Guerra de la Independencia se empleó el término nación para referirse, sin ninguna excepción, a España. En concreto, la Junta Superior de Cataluña mencionó a la nación cuarenta y una veces, todas ellas referidas a España y ninguna a Cataluña. Y lo mismo, también sin excepción alguna, sucedió con las referencias a la guerra nacional, los intereses nacionales, las tropas nacionales, las autoridades nacionales y la libertad nacional.
Pero, retrocediendo un siglo hasta el 11 de septiembre de 1714, ¿qué sucedió en el momento clave en el que, según la fábula nacionalista, Cataluña perdió su independencia? Pues que el jefe militar de los sitiados, Antonio de Villarroel, se dirigió a pueblo y soldados haciéndoles ver que “hoy es el día en que se han de acordar del valor y gloriosas acciones que en todos tiempos ha ejecutado nuestra nación. No diga la malicia o la envidia que no somos dignos de ser catalanes e hijos legítimos de nuestros mayores. Por nosotros y por toda la nación española peleamos”.
En cuanto a Francisco de Castellví, participante en la redacción de la proclama de los Tres Comunes que nunca ha sido leída a los asistentes a las Diadas (¿por qué será?), lamentó, en sus Narraciones históricas, principal fuente de conocimiento de aquella guerra desde el punto de vista austracista que los gobernantes nacionalistas nunca han querido editar (¿por qué será?), que se tratara de una guerra civil en la que “la nación española fue homicida de sí misma”.
Y lo mismo puede decirse de los catalanes del siglo XIX –el economista Aribau, el filósofo Balmes, el historiador Balaguer, el inventor Monturiol, el político Pi y Margall, los militares Concas y Prim, los músicos Pedrell y Albéniz o los poetas Camprodón y Verdaguer– que en sus escritos emplearon siempre el concepto de nación para referirse a España, nunca a Cataluña.
Pero en los años finales de aquel romántico siglo apareció un nuevo tipo de catalanes caracterizados por su rechazo a la realidad catalana. El padre fundador, Prat de la Riba, explicó su voluntad tergiversadora desde la aparición de su temprano Compendi de doctrina catalanista en 1894,
“en el que pusimos toda la nueva doctrina, omitiendo la terminología y sustituyéndola por la entonces más generalizada: bajo los nombres viejos hicimos pasar la mercancía nueva, y pasó (...) Evitábamos todavía usar abiertamente la nomenclatura propia, pero íbamos destruyendo las preocupaciones, los prejuicios y, con calculado oportunismo, insinuábamos, en sueltos y artículos, las nuevas doctrinas, barajando con intención región, nacionalidad y patria para acostumbrar, poco a poco, a los lectores”.
Efectivamente, un siglo después no queda más remedio que admitir que, ante la incomparecencia de quienes deberían haberla combatido, la tergiversación ha pasado por buena, ha enraizado y se ha enquistado en una parte quizá mayoritaria de la sociedad catalana. Pero el que sea un convencimiento –más bien un sentimiento– mayoritario no impide que sea un disparate.
Y lo que ahora pretenden Mas, Miñón, Madina y Montellà es hacer tragar a la fuerza el disparate a los catalanes que todavía no han sido engañados y, de paso, a todos los españoles.
El Diario Montañés, 6 de julio de 2014
PS: Y tres años después de la publicación de este artículo, con motivo del golpe de Estado de la Generalidad del 1 de octubre de 2017, Ramón Tamames vuelve a tropezar en la misma piedra, en lo que coincide con Núñez Feijóo.
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