A Julio Camba, allá por 1916, le llamaba la atención el pintoresco proceso que sufrían sus compatriotas cuando se hallaban en país extranjero. Observó que la lejanía de la patria metamorfoseaba a los españoles en su caricatura, como si se vieran obligados a asumir en sus personas los más vulgares tópicos sobre lo español. Conocía a quienes, viviendo en Berlín o en París, habían comenzado a aficionarse a los toros o les había entrado interés por aprender a bailar flamenco. Incluso hubo gallegos y catalanes a los que sorprendió hablando con acento andaluz.
Cuando lo leí, hace ya algunos años, sonreí ante el simpático hallazgo de Camba y lo interpreté como un bienintencionado artificio que había pergeñado como excusa para escribir un artículo ingenioso. Hasta que una noche descubrí en Londres que Camba no mentía.
Mi avión había llegado a la capital del Támesis con retraso y me encontré a las doce de la noche en los alrededores de Park Lane con un agujero en el estómago. Tras recorrer algunas calles sin encontrar vida gastronómica inteligente, la casualidad quiso que el único restaurante todavía abierto fuese La Rueda, un mesón español en Wigmore Street.
El comedor estaba lleno, y pude observar que la clientela se repartía, más o menos a partes iguales, entre españoles e ingleses. Me acodé en la barra a la espera de mi pulpo a feira cuando contemplé estupefacto a varios comensales españoles que se incorporaban y, sin moverse de sus sitios, arrancábanse por sevillanas entre plato y plato.
Evidentemente –me dije– en España a nadie se le ocurriría algo semejante, pero parece que hay quienes se creen obligados a sobreactuar por el hecho de encontrarse en el extranjero. Pero no tardé en advertir mi error. ¡Ya lo creo que en España hay quien sobreactúa! ¡Si tenemos provincias llenas de histriónicos!
¡Cuántos ejemplos hay de vasco sobreactuado! El que chapurrea cuatro palabras en vascuence para que todos sepan que es de la tribu; el que bautiza a sus hijos con nombres dignos de Tolkien; el que, aun siendo bilbainito, ruraliza minuciosamente su atuendo para pasar por jatorra, por casta, por tío de aquí de toda la vida; el hijo de salmantino y malagueña que para hacérselo perdonar presume de ser más del PNV que Sabino; el nieto de guardia civil e hijo de alcalde franquista que acaba en ETA para luchar contra la opresión española (que debieron de traer su abuelo y su padre).
Esto es lo que ha conseguido el artificio nacionalista: crear un falso arquetipo que ha desembocado en esos vasquitos de cromo que se creen la encarnación de lo eternamente vasco cuando lo único que pueden provocar en los vascos serios es vergüenza ajena. La misma que me produjeron a mí los bailaores de Londres.
Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada
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