Un niño en un colegio vasco cualquiera. El profesor le ha explicado que Euskadi ha sido invadida varias veces por España en los dos últimos siglos. En 1839 la invadió Isabel II. En 1876, Alfonso XII. Y en 1937, Franco. De estas invasiones nace la actual ocupación militar, contra la que lucha el movimiento nacionalista vasco en dos frentes: el parlamentario, mediante los diversos partidos nacionalistas; y el armado, mediante ETA. También se le explica que hoy España se ha retirado casi totalmente de allí, faltando sólo un pasito, llamado autodeterminación, que no tardará en darse.
El niño sale del colegio y observa que el único sitio donde ondea el símbolo del Estado opresor –el trapo rojigualda al que tanto le han enseñado a odiar– es ese hostil lugar, algo apartado del pueblo, rodeado por alambradas, vigilado por cámaras, con las persianas bajadas, del que todo el mundo se aleja y al que todos miran con recelo: el cuartel de la Guardia Civil. E inconscientemente lo asocia con esos fuertes que salen en las películas del Oeste, avanzadas del ejército yanqui en territorio indio. Luego, lo que le contó el profesor es cierto: España es el ejército ocupante.
Los culpables de este espejismo son tanto los nacionalistas por incumplir –muy sabiamente– la ley, como los sucesivos gobiernos españoles por –muy neciamente– no hacerla cumplir.
Y lo mismo que sucede con la ausencia de la bandera nacional en todos los edificios e instituciones en los que, por ley, debería ondear, sucede con la ilegal presencia de la ikurriña en donde no debería estar: por ejemplo, en los barcos pesqueros y deportivos y hasta en las patrulleras de la Ertzaintza, embarcaciones, todas ellas, que deberían llevar el pabellón nacional para su identificación por parte de naves nacionales y extranjeras. Pero, ¿se sorprenderá, desconsolado lector, si le digo que son las propias autoridades gubernativas, militares y policiales las que llevan treinta años ordenando hacer la vista gorda? Y esta ilegalidad la han cometido todos los gobiernos de la democracia, salvándose tan solo unas pocas personas que, a título personal, se han empeñado en hacer cumplir la ley.
El Estado de Derecho se caracteriza porque, mientras que los ciudadanos pueden hacer todo lo que quieran salvo lo expresamente prohibido por ley, el Estado sólo puede hacer aquello que tenga expresamente previsto en la ley y mediante el procedimiento establecido en ella. Es decir: el Estado está obligado a cumplir y hacer cumplir sus leyes. No puede no hacerlo.
Conclusión: España, aunque así se proclame rimbombantemente en la Constitución, no es un Estado de Derecho. Y, por no serlo, está ofreciendo en bandeja su derrota.
Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada
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