¡Estoy hasta los cojones de todos nosotros!

Con estas palabras zanjó el barcelonés Estanislao Figueras, fugaz primer presidente de la Primera República Española, uno de los últimos consejos de ministros que presidió antes de escabullirse al tren del que no sacaría la nariz hasta llegar a París.

 

Porque en aquel 1873, recién abdicado Amadeo de Saboya, al pueblo español le entró una calentura política desconocida hasta entonces: el federalismo. Inspirándose en suizos y norteamericanos (estos últimos, por cierto, acababan de ganar la guerra que, en nombre de la federación, desataron contra los estados partidarios de la secesión), los españoles descubrieron de repente su entusiasmo por una forma política que instauraría la virtud y la felicidad terrenales. La gente se saludaba por las calles al grito de “¡Salud y República Federal!”. Negarle a uno el título de federal se consideraba la peor de las injurias. Y, sin embargo, nadie, ni en la calle ni en el parlamento, conseguía ponerse de acuerdo en qué consistiese eso del federalismo.

 

Unos hablaban de descentralización administrativa; otros, de anulación de toda autoridad, de soberanía de las comunas, de supresión del ejército y la policía, etc. Los municipios comenzaron a proclamar su independencia, se destruyeron telégrafos, se levantaron raíles, se desataron huelgas generales, se asesinaron agentes del orden, se lincharon alcaldes, la nación de Jumilla amenazó con la guerra a la vecina nación murciana, el cantón de Cartagena se apoderó de varios buques con los que bombardeó “potencias extranjeras” como Almería y Alicante…

 

Casi siglo y medio después, para contentar a quienes han dejado claro que sólo les interesa la secesión, los socialistas, dedicando compasivas miradas a los infelices que no alcanzan su altura moral e intelectual, promueven una segunda edición que comienza del mismo modo que entonces: no sabiendo ni lo que quieren decir con la palabra federal

 

Hagan la prueba. Pregúntenselo.

 

El Diario Montañés, 16 de noviembre de 2012

 

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