El que quiera autonomía…

 “El que quiera autonomía, que pague la demasía”, rezaba una pintada a finales de los 70 en un muro santanderino. Aunque habría sido linchado de haber podido hacer uso de la palabra en aquellos días de universal y dogmático acuerdo sobre las excelencias del por entonces naciente sistema autonómico, acertó el grafítico poeta, como acertaron algunos otros, de no corta estatura intelectual y moral, que siguen esperando el reconocimiento por su previsión. Vana espera.

 

Sin entrar en la sorprendente intangibilidad de un sistema que, a pesar de su ineficacia e inviabilidad, ha de ser preservado en nombre de los sacrosantos hechos diferenciales de la Expaña plural, quizá no estuviese de más preguntarse por el motivo de la existencia de dieciocho poderes legislativos, 1.200 parlamentarios autonómicos además de los 609 nacionales, diecisiete gobiernucos taifales hambrientos de nuevas competencias y diecisiete administraciones que han multiplicado por cuatro el número de funcionarios existentes en 1978. Todo ello hace de la española una de las administraciones más caras del mundo, con la consiguiente reducción de inversiones destinadas al bienestar de los ciudadanos. 

 

Como se ha evidenciado en nuestro país, la extremada subdivisión de los poderes ejecutivo y legislativo, aparte de favorecer cacicatos y corrupciones, acaba con la eficacia de la administración, elimina el principio de igualdad de los ciudadanos ante la ley, entorpece el gobierno y ahoga a unos contribuyentes incapaces de soportar una estructura política y funcionarial desmesurada.

 

¿Acaso el objetivo del Estado autonómico es que las élites políticas puedan desarrollar sustanciosas carreras profesionales de más difícil consecución en un sistema menos fragmentado? ¿El trabajo de los gobernantes es gestionar la cosa pública en beneficio de los ciudadanos o de los propios gobernantes? ¿Qué prefiere usted, ciudadano contribuyente, caoba en los despachos o camas en los hospitales?

 

El Diario Montañés22 de mayo de 2012

 

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