El pueblo que siempre decía sí

Al pueblo español se le ha atribuido tradicionalmente un carácter de anarquista ingobernable que halaga a quienes se creen colectivamente poseedores de una congénita tendencia a la rebeldía. Pero, aunque la afirmación ofenda el orgullo espartaquista de algunos, probablemente sea difícil encontrar, al menos en la Europa contemporánea, un pueblo más sumiso al poder. 

 

El indudable pucherazo de los plebiscitos organizados durante el régimen franquista no puede ocultar que en 1975 una parte mayoritaria del pueblo español apoyaba a un régimen cuyos pocos opositores activos nunca habían podido ir más allá de minoritarias algaradas callejeras.

 

Un año después del 20 de noviembre de 1975, el mismo pueblo que había desfilado compungido ante el ataúd de Franco aprobaba por abrumadora mayoría el proceso diseñado para desguazar el régimen bajo el que había vivido sin gran queja durante cuatro décadas. En 1978 una mayoría igualmente aplastante aprobaba la Constitución que, débil y renqueante, ha sobrevivido hasta hoy.

 

Los estatutos de autonomía surgidos a continuación contaron también con una aprobación mayoritaria, si bien los elevados porcentajes de abstención evidenciaron ya desde sus inicios el poco interés de los ciudadanos por las administraciones autonómicas, a las que muchos –y en número creciente– siguen sin tomar demasiado en serio.

 

En 1982 llegaba al poder un PSOE que enarbolaba la bandera antiatlantista y antiamericana tan característica de la izquierda española. Tan sólo tres años después, los mismos que desde la oposición habían clamado por el OTAN, de entrada no, solicitaban a los ciudadanos, desde su nueva posición de gobernantes, el voto favorable a su de salida tampoco. Y los mismos que habían votado al PSOE anti-OTAN de 1982 respaldaron al PSOE pro-OTAN de 1986.

 

Ya en fechas recientes, una gran mayoría de los españoles votaban de nuevo afirmativamente en el referéndum sobre la Constitución Europea, a diferencia de otros países que, a pesar de resultar más beneficiados que España por el nuevo reparto de poder en la UE, osaron oponerse al dictado de los lejanos eurócratas, actitud insolentísima para el sumiso pueblo español, siempre pronto a respaldar a sus gobiernos sea lo que sea lo que sometan a las urnas y conozca o no de lo que se trata. El argumento más oído a los entrevistados por las cadenas de televisión era que había que votar que sí para ser europeos. Como si los españoles no fuesen europeos desde algunos milenios antes de la creación de la UE y como si fuesen a dejar de serlo por votar que no a un texto legal.

 

La última manifestación de sumisión a lo establecido por el poder son los esperpénticos referendos a los no menos esperpénticos nuevos estatutos catalán y andaluz. La hinchazón identitaria y la ambición dineraria de los políticos promotores de tan innecesarios estatutos ha contrastado con unos votantes más inclinados a disfrutar del fin de semana y de los carnavales que a participar en la nueva oleada taifal que tan poco les afecta salvo que sus sueldos dependan directamente del insaciable tinglado autonómico.

 

Pero lo sorprendente del caso es que, a pesar del evidente desinterés –representado en una abstención que en cualquier país serio invalidaría la votación y el estatuto–, el temor reverencial a las decisiones tomadas por los políticos ha impedido de nuevo meter la papeleta negativa. Lo máximo a lo que se atreve el anarquista e ingobernable pueblo español es a abstenerse. 

 

Decir que no es de mala educación.

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada

 

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