Continúa la eterna campaña nacionalista y socialista-catalana para consagrar la plurinacionalidad de España hasta en los detalles más pueriles, como las matrículas de los coches. Pieza clave de dicha aspiración es la plasmación constitucional de la categoría nacional para las denominadas nacionalidades históricas, esa cosa tan difícil de definir. Tan dificil de definir que nunca se definió, confusión que ha posibilitado a algunos el interesado malabarismo de identificarlas con las comunidades autónomas que accedieron a su régimen estatutario por la vía de la Disposición Transitoria segunda de la Constitución. Lo único que estableció dicha disposición fue que "los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de Autonomía" podrían "proceder inmediatamente", por una vía más rápida que el resto de las regiones, a construir su régimen autonómico. Pero no se estableció ningún nexo entre este procedimiento acelerado y la tan ansiada categoría de nacionalidad. Esa relación la han efectuado algunos posteriormente, amparados en la confusión constitucional y en la incorrección política en la que cae quien ose cuestionarlo.
Pero, dejando aparte esta más que discutible conexión de conceptos, cabría asimismo preguntar tanto a muchos políticos actuales como a los confusos constituyentes de 1978 por qué el diseño estatutario de la II República ha de crear forzosamente escuela. ¿Por qué aquella situación es el arquetipo, la áurea proporción, la medida de todas las cosas a la que los españoles del siglo XXI estamos atados sin posibilidad de redención? ¿Por qué aquella organización territorial, tan efímera y precaria, convulso producto de las tensiones políticas de aquella época, es obligatoriamente el modelo a seguir hoy? ¿Por qué cae en lo pecaminoso no tenerla por inamovible?
Y, lo más importante, ¿por qué el hecho de haber tenido Estatuto en algún momento entre 1931 y 1936 es lo que da a una región de la España del siglo XXI la categoría de nacionalidad, independientemente de lo acaecido en los dos milenios anteriores? ¿Qué mágica virtud, que alquímica potencia, tuvieron aquellos años para transmutar la esencia de la cosas y fijar por los siglos de los siglos la especialidad nacional del País Vasco, Galicia y Cataluña?
Nos atrevemos a suponer que ninguna de estas preguntas tiene respuesta. Lo único que demostró el hecho de que las regiones que tuvieron estatuto durante la II República fueran el País Vasco y Cataluña –lo de Galicia es más discutible, por razones tanto de inaplicación como de pucherazo– fue que en ellas había prendido el separatismo en el primer tercio del siglo XX tras la catástrofe del 98, mientras que en el resto de España no.
¿Es ésta razón suficiente para dotar a dichas regiones no sólo de recién inventadas denominaciones sino de especiales características y atribuciones que las singularizan frente al resto de las tierras de España?
Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada
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