¿Por qué quienes ansían separarse de España desean ganar la Copa del Rey? ¿No hubiera sido lo coherente dar la espalda a tan irritante manifestación de colonialismo deportivo? Por otro lado, ¿por qué prestar altavoces a los separatistas, sobre todo por algo tan alejado de la política como es el deporte? ¿Por qué tanto ruido por un partido de fútbol? ¿Por qué esta pueril adoración por unos chutadores multimillonarios que se parten de risa ante los berridos nacionales de quienes les pagan los Ferraris? Recuérdese a Piqué –ese espejo de la andante caballería admirado por sus amores con una contorsionista y por cobrar en un día pegando patadas lo que un cirujano en toda su vida salvando la de los demás– escupiendo por la espalda a los circunstantes en el momento de ser recibido, junto a sus compañeros multimillonarios, cual Aquiles a la vuelta de sus hazañas.
Eurípides denunció hace ya dos milenios que “de todos los males que sufre Grecia no hay uno más funesto que la tribu de los atletas. Vitupero la costumbre de organizar encuentros en su honor y convertir en honorables una serie de diversiones inútiles con la sola intención de disfrutar de una fiesta. Son los sabios y la gente de bien y los gobernantes justos a quienes hay que coronar con olivo”.
Lamentablemente, 2.500 años después de la recomendación del sabio griego se sigue apreciando, y pagando escandalosamente, el sudor del deportista, pero no los ojos del investigador ni las manos del sanador ni el insomnio del cuidador ni el cerebro del pensador. En esta pueril época final de la civilización, la idolatría deportiva evidencia que continuamos a buen paso en nuestro progreso hacia la bestia.
Marx no tenía ni idea: el opio del pueblo no es la religión, sino el fútbol.
El Diario Montañés, 13 de junio de 2012
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