El que los barones socialistas más reacios a que Cataluña quede definida como nación hayan admitido una referencia en el preámbulo del Estatuto es algo ciertamente alarmante. Diluyen su importancia recalcando su carácter descriptivo, no asertivo. Y para ello se enredan en que si tal expresión habrá de ser Cataluña, que se considera a sí misma una nación, o tiene una identidad propia de nación, o tiene sentimiento de nación, palabrería sorprendente por su desorientación e inconsistencia. La sensación que deja tan vana cháchara es que nuestros dirigentes socialistas carecen del menor rigor intelectual y de respeto por sí mismos y por los ciudadanos a quienes representan.
Lo grave del asunto es que, por candidez o cálculo electoral, intentan convencerse a sí mismos y a los demás de que una mención en el preámbulo carecería de consecuencias jurídicas. Algo así como si aclarasen que no es para tanto, que Cataluña vendría a ser nación pero poco, que dicha expresión no afectará ni al bolsillo ni a los derechos de los ciudadanos de otras regiones. Sería una astuta concesión al capricho nacionalista que no pasaría de la categoría de símbolo sin consecuencia práctica alguna.
Pero ahí está el error, el gravísimo e imperdonable error. Vuelve a repetirse el mismo absurdo lingüístico, jurídico, histórico y político que se cometió en 1978 con el necio término nacionalidad. También en aquel entonces se entendió que era un símbolo sin consecuencias. ¡Pero he aquí las consecuencias! Las estamos pagando en este momento. Esta reforma estatutaria es la consecuencia jurídica de aquello. Pero nuestros socialistas siguen sin enterarse.
–Es que es un símbolo –repetirán–. No tiene transcendencia en la vida real.
Pero es que precisamente eso, el símbolo, es lo que los nacionalistas llevan persiguiendo desde hace décadas con astucia y tenacidad admirables. ¿No son las selecciones deportivas un símbolo? ¿Qué consecuencias jurídicas tienen? Efectivamente, ninguna. Pero los nacionalistas las anhelan precisamente por su poder simbólico. En el mundo de hoy una selección deportiva es la embajada volante, la prueba, el símbolo de la existencia de una nación; como las matrículas de los coches, o los carnets de identidad, o la pegatina del burrito catalán, o las pancartas en los estadios, o la ausencia de banderas nacionales. Todos son símbolos utilizados para crear una alucinada conciencia nacional ajena a España y para probar, para simbolizar ante los ojos de todo el mundo, que Cataluña no es España.
Póngase la frasecita –en cualquiera de sus modalidades– en el preámbulo del Estatuto y veremos lo que sucede dentro de diez años: somos una nación, así quedó establecido en el Estatuto, así lo reconoció el Estado español, por lo que ahora exigimos la consecuencia lógica: un Estado independiente.
Y, ante una reclamación de una nación sin Estado, la comunidad internacional, desconocedora de la realidad española –o indiferente a lo que le suceda–, ¿se va a parar a considerar si la dichosa definición está en un preámbulo, en un artículo, en una disposición adicional, en una transitoria, en una con consecuencias jurídicas o en una sin consecuencias juridicas?
Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada
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