Café para nadie

Ante la creciente evidencia de la insostenibilidad del Estado de las Autonomías, vuelven a elevarse voces desde los nacionalismos catalán y vasco para, con la generosidad y desinterés que les caracteriza, sugerir el recorte o supresión de todas las comunidades autónomas menos la catalana y la vasca. Y no son pocos los que, sorprendentemente, prestan atención a estos cantos de sirena.

 

Artificiales, las llaman. Es de suponer, por lo tanto, que las suyas son naturales. Pero, ¿qué hace de Cataluña una comunidad natural y de Andalucía una artificial? ¿Los llamados hechos diferenciales? Pero, ¿diferenciales respecto de qué? Porque si Cataluña es diferencial respecto de Madrid, también lo es Valencia respecto de Cataluña y Asturias respecto de Murcia. No se puede sostener que Cataluña o el País Vasco son más diferentes que las demás regiones. Además de ser indemostrable, se podría enunciar exactamente lo contrario, pues la misma diferencia separa a Cataluña de Castilla que a Castilla de Cataluña.

 

¿Será la lengua, pues? Pero, ¿cuál es la relación causa-efecto entre la existencia de una segunda lengua y el derecho de autogobierno o incluso de secesión? ¿Acaso bilingüismo es sinónimo de derecho de autodeterminación? ¿Concederemos entonces a los habitantes del valle de Arán el derecho de constituirse como comunidad autónoma separada de Cataluña por hablar aranés? 

 

También suele esgrimirse el singular argumento de que mientras que Cataluña y el País Vasco son comunidades “históricas”, las demás no lo son. ¿Los reinos de Castilla y Aragón son, por lo tanto, ahistóricos, mientras que dos territorios que formaron parte de ellos durante siglos son históricos? No cabe mayor disparate.

 

Dado que, al parecer, los anteriores dos milenios no contaban, otra de las claves transicionales fue haber tenido estatuto de autonomía durante la II República. Aquél fue el requisito que nuestros constituyentes fijaron para que algunas regiones españolas fueran consideradas especiales, dignas de aspirar al honroso título de nacionalidad –cuya substancia nadie sabe bien en qué consiste– y de disfrutar de un régimen jurídico-político privilegiado, de más rápido acceso y de mayor calado que el resto de las regiones –nadie sabe bien por qué–.  Frágil criterio según el cual Álava y Guipúzcoa no forman parte de la nacionalidad vasca por no haber estado incluidas en el estatuto que entró en vigor cuando ambas ya formaban parte de la España franquista. 

 

También Galicia se quedaba fuera. Pero para evitar el agravio a los nacionalistas gallegos se amplió el concepto a aquellos territorios que, aunque no hubiesen llegado a tener un estatuto vigente, sí hubiesen aspirado a ello. Así se incluyó por los pelos a Galicia por haberse empezado a gestar un estatuto que llegó a ser consultado en una votación inmortalizada en los anales del pucherazo y que nunca llegó a estar en vigor.

 

Por otro lado, lo único que estableció la disposición transitoria 2ª de la Constitución fue que “los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de Autonomía” podrían “proceder inmediatamente”, por una vía más rápida que el resto de las regiones, a construir su régimen autonómico. Pero no se estableció ningún nexo entre este procedimiento acelerado y la tan ansiada categoría de nacionalidad. Esa relación la han efectuado algunos posteriormente, amparados en la confusión constitucional y en el pecado de incorrección política que comete quien ose cuestionarlo.

 

Cabría asimismo preguntarse por qué el diseño estatutario de la II República ha de crear forzosamente escuela. ¿Por qué aquella situación es el arquetipo, la áurea proporción, la medida de todas las cosas sin discusión posible? ¿Por qué aquella organización territorial, tan efímera y precaria, convulso producto de las tensiones políticas de aquella ya lejana época, es obligatoriamente el modelo a seguir hoy?

 

Lo único que demostró el hecho de que las regiones que tuvieron estatuto durante la II República fueron el País Vasco y Cataluña fue que en ellas había prendido el separatismo en el primer tercio del siglo XX tras el desastre del 98, mientras que en el resto de España no. ¿Es ésta razón suficiente para dotar a dichas regiones no sólo de recién inventadas denominaciones sino de especiales características y atribuciones que las singularizan frente a las demás tierras de España?

 

Por otro lado, la prueba de la disparatada naturaleza de dichas nacionalidades o comunidades históricas es que nunca han sido definidas. El artículo 2º de nuestra Carta Magna, al hablar de la Nación española, “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran”, pero no define qué cosa sea nacionalidad ni cuáles sean las nacionalidades y cuáles las regiones. Por ello sólo queda el recurso a la imaginación, impropio de la claridad que ha de exigirse a todo texto normativo, sobre todo a la ley suprema de un Estado. Porque, ¿qué es nacionalidad? ¿Qué no lo es? ¿Cuáles lo son y por qué? ¿Es dicha categoría fija o cambiante? ¿Es autoadquirible por el mero hecho de enunciarse en un estatuto? ¿Se trata de una condición adquirible por usucapión o está cerrado el cupo? De estar abierto, ¿quién dice cómo poder llegar a serlo? ¿Qué condiciones hay que cumplir? ¿Qué consecuencias jurídicas y políticas conlleva?

 

Si la multiplicación de administraciones ha hecho de la española una de las más caras del mundo, con la consiguiente reducción de inversiones destinadas al bienestar de los ciudadanos; si el poder desmesurado otorgado a las regiones ha conseguido que puedan obstaculizar las decisiones de alcance nacional y que se consideren competidoras entre sí; si las neurosis identitarias derrochan el dinero de todos en promocionar delirantes hechos diferenciales, opresivas inmersiones lingüísticas, pueriles selecciones deportivas, pseudoembajadas y demás obsesiones umbilicales; si la sorprendente dimensión identitaria de nuestro Estado autonómico –de la que carecen otros sistemas de otros países, incluidos los federales– ha logrado crear la ficción de que cada Comunidad Autónoma es un ámbito decisorio sobre el modo de encaje con el resto de España e incluso sobre su continuidad o no en ella, parece razonable reflexionar y discutir sobre los retoques necesarios para aumentar la eficacia y la justicia. En todas las regiones, evidentemente.

 

¿O acaso estamos condenados los españoles del siglo XXI a no poder corregir los defectos del Estado de las Autonomías porque algunos pretendan que su especialidad, su diferencia, su nacionalidad, su historicidad han fosilizado la estructura política de España por los siglos de los siglos?

 

El Diario Montañés, 19 de mayo de 2012

 

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