El 14 de noviembre se cumplen dos siglos del fallecimiento de Antonio Capmany y de Montapalau, figura eminente de la historiografía española del siglo XVIII y diputado por Cataluña en las cortes de Cádiz.
Nacido en Barcelona en 1742, ya durante su juventud militar empezó a ser conocido por su afición al estudio: le llamaban “el alférez de los libros”. Desempeñó muchos cargos en la diplomacia, la archivística y la administración con Carlos III y Carlos IV, entre ellos el de secretario perpetuo de la Academia de la Historia. Entusiasta partidario de la dinastía borbónica a pesar de su estirpe austracista, consideró un acierto la unificación jurídica de los antiguos reinos de España, como la eliminación de los peajes interiores y la liberalización del comercio con América, por considerar que había facilitado el desarrollo de la incipiente industria nacional.
Aunque su lengua materna fue la catalana, Capmany siempre empleó la castellana tanto para hablar como para escribir. Como casi todos sus contemporáneos, consideraba que la lengua entonces conocida como lemosina, a pesar de su pasada grandeza, había quedado arrinconada e inútil para la creación literaria. En varios de sus escritos explicó su opinión sobre una lengua “que pocos leen y muchos menos entienden” y a la que calificó como un “idioma antiguo provincial, muerto hoy para la república de las letras”. Habría de pasar aún medio siglo desde su muerte para que la Renaixença rescatase la lengua catalana para un cultivo literario que acabaría alcanzando las cimas de Maragall y Verdaguer.
A partir de la Revolución Francesa, que le provocó gran repugnancia, desarrolló una virulenta francofobia que vertió en varios de sus libros dedicados a denunciar el paulatino afrancesamiento de la lengua y costumbres españolas introducido por “esos señoritos lengüeteros que estropean su idioma patrio con jerigonzas afrancesadas”.
El 2 de mayo le sorprendió con sesenta y cinco años en Madrid, ciudad en la que residía desde hacía tres décadas. Al día siguiente de la entrada de Napoleón, negándose a reconocer la autoridad francesa, huyó a pie hacia Andalucía. En Sevilla la Junta Suprema le encargó la dirección de la Gaceta, diario oficial del Gobierno.
Fue uno de los organizadores de las Cortes de 1812, en las cuales participó activamente como diputado de la mayoría liberal. A petición suya, se decretó denominar Plaza de la Constitución todas las plazas importantes de las ciudades españolas. En una de sus últimas intervenciones explicó su concepción de la representación de los diputados como un mandato de la nación en su conjunto, no fragmentable por territorios, pues “nos llamamos diputados de la Nación y no de tal o tal provincia; hay diputados por Cataluña, por Galicia, etc., mas no de Cataluña, de Galicia, etc.”. Se distinguió también como incansable orador popular, dedicándose a recorrer Andalucía organizando asambleas en las que, con sus ardientes discursos patrióticos, exaltaba la moral combativa de los congregados.
El último libro salido de la pluma de Capmany, Centinela contra franceses, es la más contundente exaltación de España que se haya escrito jamás. Lamentando su avanzada edad, que le impedía empuñar las armas, arengó a sus compatriotas para que todos participaran en la lucha común por la independencia de España. Y lo concluyó con estas palabras dedicadas a los soldados españoles:
“Adonde quiera que os lleve la fortuna, lleváis la patria con vosotros. Cuando perecierais todos, iremos los viejos, los niños y las mujeres a enterrarnos con vosotros, y las naciones que trasladen a esta desolada región sus hogares y su servidumbre, leerán atónitas: AQUÍ YACE ESPAÑA LIBRE. Y yo doy aquí fin a este escrito por no morirme antes de tiempo”.
Pero no le mató su ardor patriótico, sino la fiebre amarilla que afectó en 1813 a la capital constitucional. Con motivo del traslado de sus restos mortales en 1857 a su ciudad natal, el alcalde, Ramón Figueras, pidió a los barceloneses que “seamos, como él, tan buenos españoles como buenos catalanes: no nos encastillemos en un angosto provincialismo, que no pocas veces descansa más en rencores tradicionales y añejas preocupaciones que en un verdadero amor al país. Estrechemos los lazos de la nacionalidad española sin aflojar los que nos ligan a nuestra querida Cataluña”. Y el eminente jurista y político Manuel Durán y Bas explicó así el orgullo que para Barcelona representaba haberlo tenido entre sus hijos: “Por su cuna pertenece a Cataluña; por su ferviente amor patrio pertenece a la nación entera. ¡Bien por ti, Cataluña, que has dado tales hijos a España!”.
De su bicentenario no se ha acordado nadie ni en la Cataluña orwellizada ni en la España sin pulso. Y menos que nadie, los representantes de una soberanía nacional de la cual Capmany fue uno de los padres.
Un ejemplo más de cómo el ocultamiento de la Cataluña real hará inevitable el triunfo de la farsa catalanista.
El Diario Montañés, 14 de noviembre de 2013
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