Según algunas doctrinas esotéricas el hombre no desciende del mono, sino al contrario: es el mono el que desciende del hombre. Esta concepción del cosmos descansa en la creencia de que la existencia del hombre en la Tierra es un perpetuo ciclo descendente (el mito de las cuatro edades: de oro, de plata, de bronce y de hierro, encontrable tanto en Hesiodo como en el hinduismo o en las tradiciones de los pieles rojas), en el que el hombre experimenta una paulatina degeneración que le conduce desde estar hecho a imagen y semejanza de Dios hasta verse cada vez más disminuido física, mental y espiritualmente. Esta degeneración desembocaría en los simios, restos de humanidades pasadas.
El que suscribe, escéptico a su pesar, se declara incapaz de emitir opinión alguna –ni confirmativa ni denegatoria– sobre ésta o sobre cualquier otra doctrina religiosa o antirreligiosa por considerarlas lamentablemente inconstatables. Sin embargo, ha de confesar que cada día se siente más inclinado a coincidir con la hipótesis involutiva, sobre todo tras la reciente declaración de igualdad con los orangutanes que nuestros socialistas patrios han tenido a bien proclamar en un admirable gesto de humildad.
Fijémonos, por ejemplo, en el arte: tras siglos de inconmensurable belleza, el hombre contemporáneo ha echado todo por la borda para acabar en el arte abstracto, ese exitoso engañabobos muchos milenios por debajo de lo que pintaban nuestros peludos tatarabuelos en Altamira. Mozart y Beethoven parecen haber pasado por la historia en vano, y henos aquí regresados al rock, al rap y al bakalao, sones no en vano destinados a las modernas cavernas llamadas discotecas, esos anticipos del infierno.
El tiempo libre, esa conquista social que los optimistas del siglo XIX pensaban que iba a ser utilizado por las masas emancipadas para formarse y ascender, está cada día más orientado hacia la dimensión animal del hombre, alejado de todo lo que tenga que ver con el intelecto o la sensibilidad. Aparte del fútbol, indiscutible monarca del reino del panem et circenses, el penúltimo berrido en esto del ocio es ese horror al que llaman botellón.
La civilización parecía consistir en la superación del instinto, del egoísmo, de la violencia, de la ignorancia, del caos, para sustituirlo por la convivencia, la razón, el orden, la cultura, la inteligencia y la virtud. Pero, si bien es posible que en algunas épocas pasadas bastante de ello acabara por ser conseguido –o por lo menos perseguido–, el hombre de hoy hace ya tiempo que dejó de creer en la civilización.
La sociedad se fragmenta y enfrenta. Renacen las tribus: tribus urbanas (llamadas textualmente así), tribus sexuales, tribus futbolísticas, tribus ideológicas. Hasta la nación, en el sentido viril y elevado de la palabra, es una idea en desuso, habiendo sido sustituida por la de la tribu con ínfulas nacionales: el nacionalismo vasco y su exaltación del euskocantropus errehachenegatiensis como razón última de la reivindicación del derecho de autodeterminación es el caso más evidente –y modélico para quienes sufren en cualquier esquina de Estepaís el complejo de Astérix y lo enarbolan como proyecto político.
La cantante islandesa Björk, ese icono de la modernidad, lo ha resumido magistralmente en una de sus últimas canciones:
“Hablemos claro: la raza humana es una tribu.
Basta ya de mierda religiosa.
Somos jodidos animales,
sólo necesitamos un ritmo tribal universal.
Somos paganos.
Marchemos al son del ritmo”.
En fin: acabaremos todos pelando plátanos, en el mejor de los casos.
Aunque quizá lo que todo esté indicando es que la civilización acabará cocinada en una olla.
Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada
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