¿Nadie es más que nadie?

Cada época fabrica sus estribillos, pequeñas píldoras donde se condensan las ideas dominantes. Uno de los más presuntuosos de nuestros blanditos días es ése que dice que no comparto tus opiniones pero daría mi vida por que pudieses expresarlas, bella pero falsísima sentencia por la sencilla razón de que nadie estará nunca dispuesto a semejante cosa. Sincerémonos: la naturaleza humana encaja mejor en como no comparto tus opiniones, daría tu vida para que dejaras de expresarlas.

 

Otra de las más exitosas letanías reza aquello de que nadie es más que nadie, excelente resumen de ese afán que a tantos consume por reclamar la igualdad de todos aunque la naturaleza humana, mediante su observación con ojos ideológicamente desprejuiciados, evidencie exactamente lo contrario. Porque Beethoven con el pentagrama, Napoleón con los ejércitos o Quevedo con la pluma son bastante más que los demás. Y siempre ha sido y seguirá siendo así, en habilidad, capacidad, bondad, inteligencia y virtud. Pero la desigualdad irrita a ciertas naturalezas rencorosas que, bajo la insistente reclamación de igualdad, esconden complejos, frustración y resentimiento.

 

Ya recordó Ortega hace cien años que el envidioso pueblo español

 

“por una extraña y trágica perversión del instinto encargado de las valoraciones, detesta desde hace siglos todo hombre ejemplar. Cuando se deja conmover por alguien, se trata, casi invariablemente, de algún personaje ruin e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios”.

 

Y lo mismo opinó sobre el eco conseguido por quienes esgrimen la pluma para influir en la sociedad:

 

“En un país donde la masa es incapaz de humildad, entusiasmo y adoración a lo superior, se dan todas las probabilidades para que los únicos escritores influyentes sean los más vulgares; es decir, los más fácilmente asimilables; es decir, los más rematadamente imbéciles”.

 

El Diario Montañés, 18 de julio de 2012