La ley del mínimo esfuerzo

Evidentemente se trata de un fenómeno universal –al menos para ese pequeño y anciano universo llamado Occidente–, por lo que probablemente no tenga mucho sentido reducirlo a problema nacional, pero qué duda cabe de que los defectos y las virtudes, por extendidos que estén, no se reparten uniformemente. Es cierto que toda Europa está vieja y cansada, y que después de casi tres milenios de enérgica vitalidad parece haber llegado a la edad en que sólo se mueve para acercarse cada vez un poco más a su autodestrucción. Se mire donde se mire –política, arte, religión, economía, pensamiento, natalidad– todo indica cansancio, desinterés, debilidad.

 

Pero hasta en este crepúsculo general hay países que demuestran su decaimiento más que otros. Y éste probablemente sea el caso de una España que lleva ya demasiados siglos sin encontrar ocasión para caminar a buen paso. Comparemos, por ejemplo, a los españoles actuales con la generación de nuestros abuelos. Aquélla fue la España del trabajo, del pluriempleo, de la fe en el futuro, de las familias numerosas. Había muchas más cosas que hacer, muchas más casas que levantar, muchas más carreteras que construir, muchas más tierras que cultivar, muchas más necesidades que cubrir, y lo hicieron los españoles trabajando de sol a sol. No hubo necesidad de importar mano de obra extranjera. Hasta se exportó. Hoy, por el contrario, nada parece posible sin subvenciones, nadie quiere emprender nada, todo el mundo quiere ser funcionario, el ocio es el nuevo dios. Como nadie quiere trabajar, hay que traer millones de inmigrantes. La locura de la edificación no tiene más motivo que la vagancia: hoy todos quieren enriquecerse rápidamente sin mover un dedo. Por eso se vende, se compra, se especula, se dilapida, se exprime, se destroza todo sin importar ni el ayer ni el mañana. Lo único que cuenta es llenar el bolsillo sin trabajar. 

 

Este fenómeno se aprecia también en los pequeños detalles. Por ejemplo, la suciedad de nuestros espacios públicos; en concreto, los vertederos incontrolados. Hasta en el pueblo más bucólico de nuestras montañas pueden encontrarse depósitos espontáneos de basura ubicados en cualquier rincón, algo inimaginable en la Europa civilizada. Este escandaloso atentado contra el medio ambiente tiene tres culpables: en primer lugar, los paisanos, cuya inaudita dejadez, cuya incurable insensibilidad, cuyo egoísta incivismo les convierte en los principales enemigos de la tierra en la que viven; en segundo, los ayuntamientos, quizá demasiado ocupados en operaciones inmobiliarias como para dedicarse también a organizar la gestión de los residuos; y, en tercero, unas administraciones autonómicas que, una vez más, demuestran no servir para casi nada más que para dotar con enormes sueldos a los que viven de ellas.

 

Y ya que estamos en el campo, no nos movamos de él y agucemos la vista para percibir algún detalle más. Por ejemplo, los cierres de las fincas, a cuya construcción, en la Europa civilizada, se dedican buenos materiales y el debido tiempo. Por el contrario, aquí suele echarse mano al fácil y rápido recurso del alambre sujeto de cualquier manera sobre cuatro palos mal cortados y peor colocados. En cuanto a las entradas de las fincas, no hay nada tan práctico y elegante como una puerta rota o un somier oxidado.

 

Hasta hace dos o tres generaciones, cuando en un camino forestal había que salvar un arroyo, nuestros abuelos construían hermosos y sólidos puentes de piedra que un siglo después siguen cumpliendo perfectamente su misión, y sin dañar el paisaje. Hace aproximadamente treinta años ya nadie quería invertir su tiempo en diseñar y construir los puentes de antaño, por lo que empezaron a ser sustituidos por placas de cemento, mucho más fáciles y rápidas de montar –y de quedarse viejas–. Hoy hemos dado un paso más: con una tubería de plástico de medio metro de boca y un poco de tierra apisonada ya está la cosa resuelta. Lo mismo ha sucedido con los abrevaderos, sólidamente construidos durante siglos y sustituidos en nuestros días por ridículas bañeras, que no necesitan, claro está, ni un minuto de trabajo de instalación.

 

Por último, hasta algo tan entrañable como la decoración navideña demuestra que los españoles no quieren hacer nada con esmero. No hay nada como las navidades germánicas para comparar. La hermosa tradición de los mercadillos navideños de casi todas las localidades, grandes y pequeñas, de Alemania y Austria, demuestra el amor de aquellas gentes por el trabajo bien hecho, la calma, la dedicación, la primorosa decoración de casetas, ventanas, balcones, escaparates, calles y plazas. En España, salvo excepciones, los mercadillos navideños son improvisados rastros donde se venden feas baratijas, la mayoría de ellas ajenas a la Navidad; y la decoración de demasiadas casas –un par de bombillas rojas, una estrella de hojalata o una ristra de luces de colorines– provoca la sensación de ser, más que un hogar ornamentado para celebrar la Navidad, un puticlub de carretera.

 

Todo esto tiene fácil solución: simplemente trabajar con esmero y amar lo que se hace. ¿Estarán los españoles del siglo XXI preparados para ello?

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada