El mundo es un videojuego

En la biblioteca municipal de mi ciudad hay una sección infantil, a la que yo iba a leer mis primeros cuentos del pato Donald y mis primeros libros de Los Cinco. Cuando paso por delante de dicha sala suelo echar un nostágico vistazo. Alguna vez se ve a un chicuelo ojeando un libro o, sobre todo, haciendo un puzzle, pero casi siempre la encuentro tristemente vacía. Pero desde hace unos meses empecé a observar, con agrado, la presencia de algunos niños. Su creciente número y el hecho de encontrarse generalmente agrupados en pelotones de cuatro o cinco despertó mi curiosidad; asomé la nariz por la puerta y no tardé ni dos segundos en comprender el motivo de la inesperada afluencia de infantería: han instalado ordenadores. 

 

Los niños han empezado a ir a la biblioteca no para leer Miguel Strogoff o La isla del tesoro, sino para darle al videojuego. Si ya antes era difícil, debido a la omnipotencia de la televisión y la extirpación de la formación en las escuelas, ahora está garantizado que jamás leerán un libro, pues el atractivo de matar marcianitos es mucho más inmediato y contagioso.

 

Todos los políticos, de no importa qué partido, anuncian alegres el incremento de ordenadores en las aulas, con lo que creen que aumentará la cultura y mejorará la formación de los alumnos; en navegar por Internet y descargar todo tipo de tonterías de las que se cansarán a los pocos meses, sin duda, pero de todo lo que se encuentra en el papel impreso quedarán alejados para siempre.

 

Ahora también está de moda anunciar a bombo y platillo que al valle y la aldea más apartadas han llegado las nuevas tecnologías y que sus habitantes ya pueden disfrutar de Internet de banda ancha. Qué bien. Por fin llegó la cultura hasta nuestras más remotas montañas. A lomos de Internet entrará en los hogares de nuestros paisanos el conocimiento que nunca antes pudo llegarles porque no estaban conectados a la red de redes. 

 

A principios del siglo XX escribía Baroja que

 

“no hay ninguna ley, ni física, ni metafísica, ni matemática, que obligue por necesidad a que el hombre del campo sea un idiota, ni a que la mujer también del campo tenga que oler a ajo. De esto se debe tratar: de que se viva en al campo sin ser un bruto, de que la mujer, no sólo no huela a ajo, sino que sea limpia, bien vestida, agradable, inteligente y de que tenga la coquetería y la gracia naturales en ella. Y que es armonizable vivir en el campo y leer libros, periódicos, tener sociedad y vivir como civilizado, lo prueban los ingleses, los franceses y los alemanes: toda la gente del Norte”.

 

Ha pasado un siglo, y la distancia que separa al campesinado español del de la mayoría del de los países del centro y el norte de Europa sigue siendo, salvo pocas excepciones, muy grande. Pero debemos alegrarnos porque por fin el analfabetismo tradicional de nuestro agro tiene los días contados, pues será vencido por el ordenador. Lo que no lograron los libros, la prensa y las escuelas, lo conseguirá el ciberespacio.

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada