Nada impide que palabras hermosas puedan ocultar realidades espantosas. Eso es lo que sucede, por ejemplo, con el progresismo, nueva religión creada por quienes pretenden hacer del progreso su patrimonio privado y condenar a los demás a la categoría de enemigos del bien. Su enunciado se resume en que todo cambio social es bueno por el mero hecho de ser un cambio. No admite razonamiento en contra. Se trata de una superstición como otra cualquiera: es una creencia, es contraria a la razón, entraña una fe desmedida en sus postulados, es inatacable bajo pena de excomunión y legitima a sus fieles para descalificar a los críticos directamente con el insulto, sin necesidad de argumentos.
Uno de sus pilares es el aborto, magnífico avance hacia la era de las cavernas. Ya puestos, ¿por qué no recuperar la antropofagia? También sería un progreso. ¡El desperdicio de carne que nos ahorraríamos en estos tiempos de crisis! Y nada de aspavientos: ¿acaso comer carne humana es moralmente más reprobable, y sus efectos más graves, que matar a una criatura en el seno materno?
Los defensores del aborto esgrimen el derecho de la madre a decidir sobre su vida y su cuerpo. Sobre esto no cabe discusión: si alguien desea amputarse un miembro, o incluso poner fin a su vida, su acción sólo afectará a su propia integridad. Pero no incluya en ello al no nacido, pues no es una parte de su cuerpo, sino otro ser humano desde el instante de la concepción. Para comprenderlo no hace falta ser creyente: es un hecho biológico bien simple.
Y no funciona la insistencia en achacar la oposición al aborto a la iglesia y la ultraderecha. ¿En cuál de las dos metemos a Julián Marías, que consideró “la aceptación social del aborto” como “lo más grave que ha acontecido en este siglo”?
Lo llaman derecho y lo presentan con el odioso eufemismo de la interrupción voluntaria del embarazo. Pero no es otra cosa que un crimen alevoso y abominable.
El Diario Montañés, 9 de julio de 2013
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