Chesterton contra Almodóvar

En las primeras décadas del siglo XX escribía G. K. Chesterton, una de las mentes más prodigiosas que han pasado por este planeta, que la diferencia entre la novela clásica y la novela psicológica moderna estriba en su opuesto enfoque de la normalidad. Mientras que en la novela clásica se describían las aventuras de una persona normal en un mundo anormal, en la aparentemente profunda literatura psicológica moderna lo que se relatan son los problemas interiores de una persona anormal en un mundo normal.

 

Aunque no siempre es fácil llegar a un acuerdo para definir lo que cae dentro o fuera de la normalidad y aunque toda generalización es necesariamente arriesgada, no puede negarse la puntería del gran escritor inglés. Pensemos, por ejemplo, en la gran literatura inglesa del siglo XIX, que sin duda tuvo Chesterton presente al hacer su reflexión. Los personajes de Scott, Stevenson, Thackeray, Dickens –así como los de tantos otros autores europeos de la época– son personas perfectamente normales que se ven arrastradas por acontecimientos extraordinarios: secuestros, guerras, revoluciones, piratas, miseria, crímenes, aventuras… Quizá la mejor muestra de ello sea nuestro Pérez Galdós. El protagonista de sus Episodios Nacionales, Gabriel de Araceli, es el arquetipo del hombre normal, mediocre, que se ve arrastrado por unos acontecimientos extraordinarios: el motín de Aranjuez, Trafalgar, el dos de Mayo, la Guerra de la Independencia, etc. Un ejemplo reciente de esta tradición son los hobbits de la epopeya tolkieniana, perfectos antihéroes atrapados por unas circunstancias terribles en un mundo terrible.

 

La mayor parte de la literatura moderna –en tiempos de Chesterton y más aún en nuestros días– parte del enfoque contrario: la descripción de los desequilibrios íntimos de personas frágiles, problemáticas, depresivas, insatisfechas, en un mundo gris, monótono, urbano, anodino, vulgar.

 

Lo mismo que con la literatura sucede con el arte insignia de nuestros días, el cine. Las viejas películas en las que los personajes negativos se movían por ambición, codicia, envidia o venganza han sido sustituidas mayoritariamente por retratos de trastornados. Hoy es difícil encontrar un asesino que no sea un psicópata, un loco, un chalado, un peligroso anormal que colecciona huesos, se come a sus víctimas o las mata por los motivos más caprichosos y con inaudito refinamiento.

 

Pero no hace falta acudir al crimen para darnos de bruces con el desequilibrio que todo lo llena. De ello es modélica prueba el cine español; y el maestro indiscutible del género, Pedro Almodóvar. Porque sus películas no son otra cosa que el intento de presentar el desquiciamiento como normalidad. Los personajes de las películas almodovarianas son, prácticamente sin excepción, ejemplos de anormalidad e incluso de monstruosidad. Travestis, prostitutas, delincuentes, drogadictos, desquiciados, idiotas, neuróticos y todo tipo de fenómenos desfilan en una suerte de corte de los milagros que intenta ser presentada como la sociedad normal. Y todo ello en un mundo vulgar de puro normal, sórdido de pura vulgaridad, monstruoso de pura sordidez.

 

Hay quienes ven en ello un sincero reflejo de la realidad social. Aunque también están quienes osan opinar que se trata de otro triste síntoma de la muy avanzada enfermedad espiritual que aqueja a nuestra Civilización.

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada

 

 

 

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