Sumisión y agresión

En España se produce un raro fenómeno que quizá debiera ser estudiado por los sociólogos. Por un lado, al menos en sus últimas generaciones, el español ha demostrado ser un pueblo singularmente sumiso al poder. Lo mismo vivió mayoritariamente sin grandes quejas bajo el franquismo que se convirtió en sinceramente antifranquista cuando tocó serlo. Lo mismo votó al PSOE del OTAN, de entrada NO que un par de años después introdujo la papeleta del sí cuando el mismo partido, súbitamente convertido al atlantismo, se lo ordenó. Igual fenómeno sucedió con la fallida Constitución Europea, ese texto que ningún español leyó y al que otros muchos europeos osaron oponerse pero que aquí obtuvo una obediente aprobación porque los partidos mayoritarios así lo decretaron.

 

Pero al mismo tiempo que despliega una docilidad ovejuna ante unos políticos cuya función, no de amos, sino de representantes suyos, no acaba de comprender, se muestra extraordinariamente agresivo con el prójimo. No parece probable que haya pueblo europeo al que se pueda aplicar tan certeramente el dicho “La misma fuerza que usamos en pisar al inferior es con la que nos doblegamos ante una fuerza mayor”. Para ser exactos no se trata aquí de inferiores, sino de iguales. Pues nuestros iguales en humanidad, nuestros semejantes, son los blancos de las iras de un enorme porcentaje de españoles cuya mala índole se evidencia en su ferocidad cotidiana, en su perpetuo enojo, en su descortesía incorregible, en su sustitución del saludo por el mugido, en su incapacidad para sonreír, en su incivismo, en su frustración, en su irritabilidad, en la facilidad con la que, ante la más insignificante incidencia del tráfico, utilizan la bocina no para evitar un accidente sino para descargar su furia. ¡Si las bocinas apuñalasen!

 

Hace un siglo Pío Baroja escribió al cruzar el Bidasoa procedente de Francia:

 

–Subo al tren y entro en mi compartimento. Las cinco personas en él sentadas me reciben con cinco miradas de odio. Está claro: he llegado a España.

 

Extraña y desesperante enfermedad moral que no hace más que agravarse.

 

 

El Diario Montañés, 13 de febrero de 2014