Hace unas semanas compartí tertulia televisiva en Sevilla con un representante del Partido Andalucista que sostenía que Andalucía es una nación por su acento, gastronomía, folclore y, sobre todo, por haber sido independiente de Castilla durante la Edad Media, lo que se refleja, según resumió, en el color “verde omeya” de la bandera autonómica. El buen hombre se llamaba Pedro y advirtió que tenía que salir disparado tras el programa pues su cofradía partía hacia el Rocío esa misma tarde.
Aparte de lo insostenible de sus argumentos lingüísticos, históricos y folclóricos, que en cualquier país europeo menos aldeano que el nuestro provocarían el estupor y la carcajada, le señalé que se llamaba Pedro en vez de Mohamed, que hablaba la lengua de Cervantes en vez del árabe, que disfrutaba de eso que se llama civilización occidental en vez de la musulmana, que iba a salir en peregrinación al Rocío en vez de a La Meca y que podía comer jamón y beber vino porque unos bárbaros cristianos norteños se empeñaron en rechazar el progreso y la tolerancia que nos había regalado Tariq gracias al plebiscito de Guadalete. Y porque dichos bárbaros cristianos, tras siglos de continuo batallar, infligieron al imperio almohade una tremenda y casi definitiva derrota un 16 de julio de hace ochocientos años en las Navas de Tolosa. Y todo eso nada tiene que ver con el verde omeya.
Así que, desmemoriados españoles, aunque hoy resulte difícil comprender que España es algo más que un equipo de fútbol, dediquemos un pensamiento en honor de Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho el Fuerte de Navarra por haber encabezado la carga final que, destrozando el palenque del Miramamolín, eclipsó para siempre la media luna en suelo español.
¡Y larga vida al vino y al jamón!
El Diario Montañés, 15 de julio de 2012