La guerra de las estatuas

Aprovechando el tirón dado por Zapatero al asunto de las estatuas de Franco y la resurrección de la Guerra Civil que todos creíamos enterrada, proliferan las iniciativas autonómicas y municipales para eliminar los monumentos y calles que conservan nombres relacionados con el régimen franquista. Aparte del innecesario despilfarro que ello implica y que bien pudiera aprovecharse en iniciativas más prácticas que reviertan en el bienestar de los ciudadanos –único objetivo de la política salvo en España–, la verdad es que no acaba de comprenderse bien por varias razones.

 

La primera es que en todas las ciudades de España hay barrios enteros que fueron construidos durante el franquismo y, obviamente, bautizados en aquel momento. ¿Los bombardeamos? 

 

La segunda es que si Franco ha de desaparecer de las calles por su responsabilidad en un enfrentamiento civil que causó cientos de miles de muertos, Largo Caballero, Prieto, Aguirre y Companys no fueron menos responsables y, sin embargo, ni las estatuas madrileñas de los dos primeros, ni la bilbaína del tercero, ni el paseo barcelonés del último son cuestionados. 

 

–Es que Franco no fue elegido por el pueblo –es otro de los argumentos utilizados. 

 

Pero si el no ser un gobernante elegido en las urnas es el argumento para demoler estatuas, no iba a quedar nada en pie, ni en España ni en ningún otro lugar del mundo. Recuérdese que el sufragio universal es un invento muy reciente, de hace escasamente dos siglos, cuando se implantó, paradójicamente, a golpe de guillotina. La Humanidad entera llevaba milenios gobernándose sin pasar por las urnas. ¿Destruimos todo lo anterior a 1789? 

 

–Es que su régimen nació de un golpe de Estado –se dice como siguiente justificación. 

 

Cierto. Como el norteamericano, que nació de una guerra civil; o como la actual monarquía inglesa, que nació de la batalla de Hastings; o como la República Francesa, que nació del asalto a la Bastilla y el corte de miles de cabezas. 

 

–Es que Franco fue un dictador. Y es una vergüenza que siga habiendo estatuas y calles con su nombre. En ningún otro país de Europa sucede algo semejante. ¿No ve que ni en Alemania ni en Italia hay recuerdo alguno de Hitler y Mussolini? 

 

Cierto también. Pero es que Hitler y Mussolini perdieron su guerra mientras que Franco ganó la suya. La diferencia es grande. En todas partes y en toda época los que dejaron monumentos para la posteridad fueron los que ganaron. Por eso Francia está llena de recuerdos a De Gaulle y a Jean Moulin. Si en el 45 hubieran ganado los que perdieron, hoy las estatuas serían de Petain y de Laval. En Alemania habría estatuas de Hitler y no de Adenauer. Si los ejércitos de George Washington hubiesen perdido la guerra, la ciudad del Potomac no llevaría hoy su nombre, sino el de Howe o el de Cornwallis. Si la Guerra de Secesión la hubiesen ganado los que la perdieron, la estatua de Lee estaría hoy en el lugar de la de Lincoln. Si en Rusia en 1921 hubiera vencido el ejército blanco en vez del rojo, hoy no adornaría el Kremlin la estatua de Zukov, sino la de Kolchak. En España hay estatuas de Isabel la Católica porque fue ella y no Juana la Beltraneja la que venció en la lucha por el trono. Y hay estatuas de Espartero, Isabel II y Alfonso XII, y no de Zumalacárregui o Carlos VII, porque fueron aquéllos los que vencieron en las guerras carlistas. 

 

Además, Franco es parte de la historia de España, nos guste o no. Igual que Largo Caballero. Por eso ambos tienen el mismo derecho a ser recordados en la vía publica. Sólo una miope perspectiva histórica y una mezquina concepción de la política puede impedir la comprensión de algo tan sencillo. Salvo que lo que se esté tratando aquí sea otra cosa: la eliminación de una parte de la historia de España por motivos partidistas. En ese caso no hay nada que objetar, salvo que España, por pura frustración y puro resentimiento, sería el primer país del mundo en el que a los vencedores de una guerra la posteridad les castiga con su desaparición de las calles y a los perdedores les premia con estatuas. O lo que es aún más divertido: se quitan las estatuas de Franco por haber triunfado en su golpe de Estado del 36 y se ponen las de Largo Caballero y Companys por haber fracasado en el suyo del 34.

 

Parece que por ahí van las cosas; y no sólo por lo que se refiere a la contienda civil, sino incluso a los personajes de la cultura que no encajan con el pensamiento único decretado por quienes gobiernan España como si fuera su rancho privado. El último objetivo, por el momento, es Menéndez Pelayo, el sabio montañés que un siglo después de muerto puede desaparecer de la Biblioteca Nacional que sin su extraordinaria labor probablemente hoy no existiría. Según esta lógica, la estatua de Pizarro en Trujillo, la del Cid en Burgos, la de Roger de Llúria en Tarragona, la de Don Pelayo en Covadonga, la de Fernando III en Sevilla o la de Oquendo en San Sebastián quizá tengan sus días contados. Por fascistas.

 

Pero, eso sí: al gobierno socialista, que sufre de urticaria por una dictadura desaparecida hace treinta años y por las placas dedicadas a personas que ni conocen pero que les han dicho que fueron unos fachas, no le molestan los cientos de calles y plazas de las provincias vascas dedicadas al idiota de Sabino Arana, a los traidores (al PSOE) Aguirre, Irujo y Ajuriaguerra, y, por supuesto, a los democratísimos asesinos etarras que han visto premiados sus crímenes con su inmortalización en la vía pública. Todos éstos no ofenden, no molestan, no insultan a nadie, ni representan una dictadura actual, efectiva, en pleno funcionamiento, como constatan todos los días cientos de políticos socialistas desde que se levantan de la cama y llaman a sus escoltas para que los pasen a recoger por el portal.

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada

 

 

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