Del Cabo de Buena Esperanza al botellón

En 1522 un barco tripulado por cuarenta y siete hombres hacía agua frente al Cabo de Buena Esperanza. Por el camino habían naufragado los otro cuatro navíos con los que habían partido dos años y ocho meses antes, y ciento noventa compañeros habían ido muriendo uno a uno de sed, agotamiento y enfermedades. Se habían enfrentado con huracanes, con los hielos del invierno, con el calor sofocante del verano, con vientos y corrientes adversas. Habían luchado contra indios hostiles en los pocos momentos en los que pudieron tomar tierra para avituallarse. Indiferentes a esas penalidades, los temporales se negaban a permitirles doblar el cabo para embocar el Atlántico. Tras nueve semanas sin moverse del sitio, intentando una vez tras otra salir del Índico, los marineros, muchos de ellos agonizantes de escorbuto, consideraron la posibilidad de tomar tierra en Mozambique. Ello significaría su salvación pero también caer en las manos de sus enemigos portugueses, dueños de aquellas rutas, que llevaban meses dándoles caza para impedirles concluir su misión. Pero, como dejó escrito uno de los presentes, “la mayor parte de la tripulación, esclava más del honor que de la propia vida, decidimos esforzarnos en regresar a España cualesquiera que fuesen los peligros que tuviésemos que correr”. Aún habrían de morir veintinueve más antes de que Elcano y los suyos pudiesen desembarcar en Sevilla. Aunque hoy no esté de moda recordarlo, en el siglo XVI España era un pueblo de hombres de cuerpos y almas de acero.

 

A principios de los años 90 un destacamento de soldados españoles se disponía a embarcar hacia Bosnia en misión de paz tras la cruenta guerra que había puesto fin a la existencia de Yugoslavia. Habían pasado varias décadas desde la última vez que tropas españolas habían actuado en el extranjero. En el muelle gritaban unas atribuladas madres:

 

–¡Ay mi niño, que se me va a la guerra!

 

A finales del siglo XIX se escenificó como nunca este proceso: mientras Gran Bretaña construía su Imperio con Elgar como música de fondo, España perdía los últimos restos del suyo a ritmo de chotis; mientras la viril aristocracia británica regaba con su sangre los cinco continentes, la decaída aristocracia española regaba con vino sus saraos.

 

Como en estos días de exitosa logsización nunca se sabe si se comprenderá de lo que estamos hablando, y por si se supone que Elcano y Elgar son participantes de Operación Triunfo, pongámonos cinematográficos y actuales: un siglo después de aquello, mientras los ingleses tienen a James Bond, nosotros nos lo pasamos bomba con Torrente. Todo un síntoma. Y si la juventud española de hace siglos conquistaba continentes, descubría océanos y situaba su honor por encima de su vida, la de hoy sólo se moviliza para organizar borracheras masivas.

 

Éstos son los mimbres con los que hoy tenemos que tejer. Evidentemente no son universales, gracias a Dios, pero probablemente sí mayoritarios. De nada sirve mirar para otro lado. Nunca se sabe, y los movimientos sociales son imprevisibles tanto para lo bueno como para lo malo, pero que nadie se sorprenda si ante una posible rendición del gobierno ante el chantaje del terrorismo nacionalista vasco una parte muy nutrida del pueblo español se comporta con perfecta indignidad.

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada

 

 (Ilustración: Caricatura© de Julen Urrutia para el capítulo sobre Juan Sebastián Elcano de La nación falsificada, Ed. Encuentro 2006).