De pitufos y vándalos

Dublín, verano de 1979. Visitando unos grandes almacenes, el que suscribe fue testigo de cómo un chaval valenciano de catorce años afanaba disimuladamente un pitufo de goma de una estantería. Costaría unos veinte o treinta peniques. Instantáneamente, un empleado lo cogió de una oreja y lo subió al despacho del gerente. Al día siguiente, expulsado del país por delinquir, fue embarcado en el primer avión hacia España con la prohibición de volver a pisar suelo irlandés durante una década. 

 

Treinta años después, en varios lugares de la España mediterránea, hordas de vándalos tanto locales como foráneos, al parecer mayoritariamente británicos encantados de poder desatar en la incivilizada España unos instintos que se guardan mucho de mostrar en su civilizada casa, cometen todo tipo de abusos, tropelías y destrozos ante la desesperación de los vecinos, la impotencia de la policía y la parálisis de las autoridades del país más progresistamente supergarantista e hipertolerante del mundo, en el que no cumplen las leyes ni sus gobernantes. Tal es el salvajismo que cuando las ambulancias acuden a asistir a algún accidentado o comatoso por su propia culpa, la policía tiene que proteger a los sanitarios de las gracias de los beodos circunstantes. Ambulancias, por cierto, que, dada su exclusiva dedicación a las masas de gamberros, no pueden asistir a los ciudadanos verdaderamente necesitados de ayuda.

 

A ello hay que añadir los muchos miles de inmigrantes entrados en España ilegalmente –a diferencia de los muy reglados emigrantes españoles de décadas pasadas, ni uno solo de los cuales vulneró ninguna norma para poder afincarse y trabajar en países como Alemania, Francia o Suiza–, que reciben todo tipo de subvenciones y prestaciones que jamás han olido millones de españoles pagadores de impuestos durante toda su vida y que en los últimos años han visto descender la calidad de los servicios públicos a una velocidad y con una intensidad que algún día desbordará el vaso de la paciencia.

 

El Diario Montañés, 30 de julio de 2013