Todos sabemos que la izquierda representa la bondad y la justicia, mientras que la derecha obedece siempre a oscuros impulsos. La izquierda puede presumir de sí misma; la derecha debe ocultarse. La izquierda puede utilizar la palabra derecha (o sus variantes, como la derechona) como insulto; la derecha no sólo ha de utilizar siempre la palabra izquierda con respeto, sino que hasta debe ocultar su derechismo camuflándolo en los avergonzados terrenos del centro e incluso declarar, como ha hecho alguna vez Rajoy, que también ella defiende valores izquierdistas como la libertad.
En España, además, la derecha tiene un pasado que es mejor no recordar, pues nada bueno se puede sacar de él. La izquierda, por el contrario, representa un siglo de honradez y buen hacer. Ahí está para demostrarlo la merienda de negros en que acabó convertida la Segunda República en las expertas manos de la izquierda: para una vez que accedía el socialismo al poder, medio siglo después de su fundación por Pablo Iglesias, no paró hasta convertir el régimen que tantos españoles, de izquierda y derecha, habían saludado con esperanza, en un ilegal, inmoral y criminal caos que acabó desembocando en una guerra (provocada, según la fábula izquierdista, por los curas, los marqueses, los banqueros y los sargentos de la Guardia Civil, celosos del derecho de pernada puesto en riesgo por el Estado de Derecho republicano, ese régimen digno de la Atenas de Pericles).
Otra de las ventajas de la izquierda radica en que no necesita hacer autocrítica, a diferencia de la derecha, que lo mejor que podría hacer, en vez de estar perpetuamente psicoanalizándose, es disolverse.
La izquierda incluso consigue convencer a todos de su honradez intelectual y su perpetua renovación aunque no se aparte un milímetro de sus dogmas. Véase, si no, la autocrítica que se dice que la izquierda europea hizo ante el desplome del comunismo hace quince años. La izquierda, se dice, renegó de unos regímenes que se habían demostrado económicamente ineficaces, socialmente injustos y opresores de las libertades de los ciudadanos. Pero, ¿cuál fue la explicación que la izquierda dio al rendirse a la evidencia tras décadas de apoyo a la tiranía soviética? Pues que aquello no era socialismo, sino fascismo. Es decir: el socialismo real se basó, de Marx a Gorbachov, en la ausencia de libertades políticas, la abolición de la propiedad e iniciativa privadas, el dirigismo económico y el control totalitario de la población. Y el resultado de esos principios ideológicos socialistas fue, lógicamente, la tiranía y la construcción del muro para que nadie escapase del paraíso. Y cuando a la terca izquierda occidental no le quedó otro remedio que admitirlo, simuló hacer autocrítica y sentenció que aquello era producto, no del socialismo, sino del fascismo. Pues de la izquierda nada malo puede surgir.
Otra manifestación de esta técnica de camuflaje es la fascistización de aquella variante izquierdista que merezca ser condenada por sus métodos –nunca por sus fines–. Últimamente ha pasado a engrosar las listas de las organizaciones fascistas nada menos que ERC, no sufriendo muchos izquierdistas el menor sonrojo al definir dicho partido como extrema derecha catalana. Aunque el ejemplo más claro es el de ETA-Batasuna, pues tan izquierdista organización –cuyos objetivos estratégicos son, según sus propias palabras, Independencia y Socialismo, cuya rama política se llama Sozialista Abertzaleak (Socialistas patriotas), cuya interpuesta representación parlamentaria actual se llama Partido Comunista de las Tierras Vascas– es, sin embargo, calificada de fascista por todo tipo de izquierdistas (salvo ahora, claro, convertidos por la conveniencia de Zapatero en hombres de paz); coro acusador al que se suma, evidentemente, la derecha, siempre encantada de obedecer las consignas de la ingeniería ideológica izquierdista.
En esto consiste la autocrítica de la izquierda.
Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada
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