Una primavera más, cumpliendo una ancestral tradición y aprovechando la vegetación invernal reseca por el ábrego, la cordillera cantábrica ha ardido por doquier. Algunos días la chamusquina ha cubierto toda Cantabria hasta el punto de que los santanderinos no sólo han contemplado el lamentable espectáculo de una cordillera en llamas, sino que hasta han podido olerlo. Incluso el ejército ha debido intervenir para apagar los incendios provocados siempre por el mismo tipo de gente impermeable al razonamiento y sabedora de que en España los delitos contra el medio ambiente salen muy baratos cuando no gratis.
Además de las imprudencias, el gamberrismo, la especulación, el egoísmo, la vagancia, las venganzas personales y el desinterés por los terrenos comunales, no hay que olvidar el atávico impulso que muchos paisanos sienten hacia matorrales y pastizales, esos elementos vegetales ante cuya vista, en los momentos propicios, sus pulgares laten irrefrenablemente en busca de un mechero. De nada vale que se les haya explicado mil veces que lo único que consiguen con el fuego es matar fauna y vegetación, facilitar el crecimiento de hierba de mala calidad, contaminar la atmósfera, convertir un paisaje magnífico en una superficie lunar, destruir el suelo que tanto tiempo tarda en crearse y poner en peligro vidas y haciendas.
Si de ellos dependiera, muchos paisanos cortarían hasta el último árbol, esos trastos inútiles que sólo sirven para estorbar y dar trabajo. Sólo libran los frutales y los eucaliptos por su rápido crecimiento. Lo que no sea dinero directo no cuenta: ni su importancia biológica ni –¡qué locura!– su belleza.
Y no hay explicación que valga, pues choca con la inamovible “sabiduría popular”, ese desván polvoriento en el que caben desde alguna observación sensata hasta el más disparatado de los dogmas. Como el de que al final del invierno hay que darle a la mecha.
El Diario Montañés, 6 de abril de 2012
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