Esto de la sabiduría popular tiene trampa. A refranazos se puede defender una idea o su contraria con la misma autoridad. ¿A quién hacemos caso? ¿A quien nos recomiende madrugar porque así Dios nos ayudará o a quien, más escéptico, nos recuerde que no conseguiremos que amanezca más temprano?
La sabiduría popular es un desván en el que se acumulan objetos valiosos junto a trastos polvorientos e inservibles. Desde enigmáticos pronósticos meteorológicos hasta extraños rituales para evitar cortes de digestión o la caída de rayos, pasando por todo tipo de prejuicios alimentarios o las barbaridades que circulan sobre el mundo de las setas –como los mil y un procedimientos para comprobar su toxicidad–, el catálogo de disparates llenaría una enciclopedia.
Miles de animales son víctimas de la ignorancia heredada: mustélidos o rapaces que diezman la población de roedores; aves que devoran millones de perjudiciales insectos; el pobre lución o enánago, que paga cara su condición de saurio sin patas, etc., son muertos todos ellos por personas que han heredado esa popular sabiduría consistente en que todo lo que se mueve merece una pedrada o un pisotón.
Un servidor fue testigo de una chusca conversación sobre el ciervo volante (Lucanus Cervus), ese magnífico insecto, uno de los más grandes del mundo, que adorna con sus enormes astas los robledales europeos. Se trata de una especie en peligro de extinción y protegida por leyes nacionales e internacionales. Además de su belleza, es totalmente inofensivo. Se alimenta de la savia de los árboles y ni pica ni molesta ni es infeccioso. Pero como es un insecto, y oscuro, entra de lleno en la categoría de pisoteable, categoría de la que se libran pocos coleópteros; quizá sólo la mariquita, probablemente por la buena idea de haberse vestido de rojo con lunares.
Recientemente un ciervo volante murió pisoteado en presencia del que suscribe sin que le diera tiempo a evitarlo. Ante la pregunta sobre el motivo de la acción, el interpelado contestó:
–¡Porque no soporto las cucarachas!
–¡No, hombre, no! ¡Eso era una cigarra! –corrigió otro.
Ante lo cual el más anciano de la reunión se vio obligado a aclarar:
–No. Ésos son cangrejos.
Viene todo esto a cuento por los incendios que, un año más, han asolado España. Porque, junto a imprudencias e incendios provocados por motivos varios –gamberrismo, venganzas, especulación inmobiliaria o maderera– no hay que olvidar el atávico impulso que muchísimos campesinos sienten hacia los matorrales, zarzales y arbustos, esos elementos vegetales ante cuya vista, en los momentos propicios del año, los pulgares del paisanaje laten compulsivamente en busca de un mechero.
Y contra ello no hay explicación que valga, pues choca con la muy arraigada e inamovible sabiduría popular.
Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada
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