El maligno turismo verde

Hasta el siglo XIX nadie sabía nadar. Ni siquiera los marinos, que para eso tenían barcos. Y nadie sabía nadar porque nadie iba a las playas, esos estériles arenales que sólo utilizaban los pobres pescadores para sus menesteres.

 

Pero llegó la moda de los baños de ola y de los balnearios, que llevó a la realeza y a las clases elegantes hasta las costas de toda Europa. Las clases medias, en un primer momento desconcertadas ante esta nueva excentricidad del blanco de sus envidias, no tardaron en apuntarse, lo que, añadido a la llegada del automóvil, el descanso dominical, las vacaciones pagadas y la masificación del ocio, acabó convirtiendo el turismo de playa en una actividad clave para el tiempo libre de todo el mundo y para la economía de las naciones.

 

Pero llegó un momento en el que ya no se cabía en las playas, por lo que hubo que diversificar, y así nació el turismo de interior o verde, desconocido e inimaginable y que hasta entonces hubiera sido tomado a broma. Y surgieron de repente –gracias, en buena medida, a esos benefactores de la Humanidad que han publicitado en sus guías una inmensa cantidad de lugares que nunca habían interesado a nadie– rutas por doquier, jalonadas de castillos, de ruinas, de bosques, de lagos, de cascadas, de pueblos, de posadas con encanto, de placeres gastronómicos, de silencios, de aromas, de éxtasis, de aparente cultura y tradición, que ningún interés habían despertado con anterioridad.

 

Una variante de ello es el denominado turismo de aventura –en sus múltiples modalidades–, sucedáneo de lo que antes se llamaba montañismo y que ha convertido las montañas, los bosques y los ríos en lo contrario de lo que perseguían aquellos que se sintieron atraídos por ellos antes de que se pusieran de moda: enormes parques temáticos –o polideportivos en el mejor de los casos– a los que acudir en manada llevando a cuestas toda la basura –física, mental y espiritual– de la urbe. Y, como no está garantizado que el que allí llegue sea alguien realmente interesado y amante de la Naturaleza, entre unos y otros han conseguido que no haya lugar, por alejado y sagrado que sea, que escape a la barbarie. 

 

Este humilde escribidor es consciente del nefando pecado que acaba de cometer: osar meterse con el pueblo, ese ente sacrosanto e intocable que nunca se equivoca y que todo lo hace bien, hasta saquear cual horda de vándalos las flores y ornamentos de la boda de los Príncipes de Asturias ante la unánime aprobación de periodistas, opinadores y políticos.

 

Habrá que confesarse, pues. Aunque es dudoso que quepa absolución para pecado tan grande.

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada

 

 

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