Que la energía, junto con el agua, va a ser el gran problema mundial del siglo XXI, es evidente desde hace medio siglo. Por eso, mientras no se consiga la gran fuente energética futura, probablemente la casi inocua e inagotable fusión nuclear, las grandes potencias, sobre todo USA, Rusia y China, siguen moviendo sus peones por todo el planeta para asegurarse lo que queda de hidrocarburos.
A esta cuenta atrás responde la carrera por el ahorro, con el subsiguiente impulso a los coches eléctricos, las bombillas de bajo consumo y, sobre todo, las nuevas fuentes de energía, limpias o no. Entre estas últimas se encuentra el célebre fracking, cuyos inconvenientes en forma de fugas, contaminación de acuíferos con sustancias nocivas, gran consumo de agua y hasta riesgo de radioactividad, de sismicidad inducida y de emisión de gases de efecto invernadero, son reconocidos incluso por los técnicos favorables a su empleo por motivos económicos.
En cabeza de las energías denominadas limpias se encuentra la eólica, nueva burbuja que ha venido a sustituir a la de la construcción desaforada de viviendas y que adolece también de graves limitaciones y problemas: su ineficacia (produce muy poca electricidad); su irregularidad (depende de que sople el viento); su coste (no puede sobrevivir sin grandes subvenciones); y su enorme impacto medioambiental (suele ocupar la cresta de las montañas y necesita tendidos y carreteras de acceso) y paisajístico (ocupa enormes superficies con altas torres metálicas), que debería hacerla no apta para ser instalada en cualquier sitio. Algunos ingenieros de compañías eólicas explican con detalle estas taras en conversaciones privadas, pero lógicamente nunca en público para no perder sus empleos.
La promoción de la que la energía eólica ha disfrutado en España en los últimos años se debe al rechazo a las fuentes tradicionales, sobre todo a una energía nuclear que, a pesar de sus inconvenientes, que evidentemente no son despreciables, sigue demostrando ser la única capaz de producir energía abundante y barata. Pero los prejuicios ideológicos, ayudados últimamente por el desastre de Fukushima, la convierten en innombrable. Vana precaución dada la inexistencia de fronteras en estos asuntos, pues aunque España haya interrumpido el desarrollo nuclear, las numerosas centrales francesas sitúan a nuestro país en primera línea en caso de accidente.
Por otro lado están la escasa sensibilidad medioambiental de empresas y gobernantes; la frivolidad de algunos de éstos (como un Miguel Ángel Revilla admitiendo no saber en qué consistía el fracking cuando lo aprobó); la habitual falta de rigor en la elaboración de informes de impacto ambiental; el incumplimiento de la ley atávico en nuestro país; el impacto negativo en otros sectores (los gigantes de acero son incompatibles con el desarrollo del turismo rural); la muy escasa repercusión en el nivel de vida de los habitantes de las comarcas afectadas (a pesar de que se presentó como la panacea para la economía regional, capaz de compensar el declive industrial, pesquero y ganadero con imposibles miles de puestos de trabajo); la bobada de que sin energía eólica la industria y los hogares cántabros no podrán abastecerse de electricidad; la confesión de impotencia de algunos ayuntamientos al admitir que sin la subvención por plantar generadores en su término, los vecinos serían incapaces de ganarse la vida (¿no se la ganaron acaso las incontables generaciones previas a la invención de la energía eólica?); el interés meramente pecuniario de las compañías inversoras, dirigidas por personas ajenas a unos lugares que ni conocen ni valoran y que son las que acaban sacando provecho económico de su degradación; y su escasa producción eléctrica al coste de una gran inversión y un no menor destrozo.
Hace unos meses los senadores del PP por Cantabria, en un comunicado conjunto, sostuvieron que aunque el fracking probablemente sea una técnica de obtención de energía que no hay que despreciar, no es adecuada para cualquier lugar de España; y expresaron su firme oposición a emplearla en nuestra región con contundentes argumentos, entre ellos sus valores paisajísiticos y su abundancia en manantiales y aguas subterráneas, que se verían gravemente afectados, y la dispersión de la población, que hace imposible la instalación de pozos lejos de las poblaciones.
Impecables razonamientos que sirven también para oponerse a la instalación de parques eólicos, pues no todo el territorio español, deshabitado en enormes zonas, se caracteriza por unas cordilleras boscosas que se verían irremediablemente degradadas con unas estructuras que, además, afectarían a cientos de núcleos de población en sus proximidades.
Por todo ello los ciudadanos estamos obligados a exigir a nuestros representantes una prudencia extrema sobre la implantación de unas estructuras que, además de poco eficaces y pagadas por todos, destrozarían sin remedio una tierra que pertenece a nuestros nietos y que nosotros sólo tenemos en usufructo.
El Diario Montañés, 23 de junio de 2014
Artículos relacionados: El maligno turismo verde - Fuego y sabiduría popular - Cirugía arbórea - ¡Y dale con la mecha! - Ocupación superficial - Castro Valnera o el fracaso de Cantabria - Alternativa a la destrucción - Los buitres del progreso - La perniciosa descentralización - El mirador del pas - La montaña oriental - El inevitable envenenamiento