Este suspicaz juntaletras ha de confesar que, entre alguna noticia leída, algún comentario recibido y la mirada asesina del cura del cartel, sospechaba que Altamira iba a acabar siendo el habitual panfleto anticlerical, lo cual, aparte de aburrido, no habría tenido sentido en un asunto en el que no fue precisamente la Iglesia la mala de –nunca mejor dicho– la película.
Afortunadamente no ha sido así. Sin tratarse de una obra que vaya a pasar a los anales del séptimo arte, Altamira refleja de modo bastante fiel los hechos acaecidos en aquellos años en los que Marcelino Sanz de Sautuola (1831-1888) puso patas arriba las incipientes ciencias prehistóricas al descubrir los maravillosos bisontes pintados en el techo de una gruta cercana a su casa en la localidad cántabra de Puente San Miguel.
Los guionistas se han tomado algunas libertades para dar un poco de ritmo al relato y enriquecerle con ciertas intrigas añadidas, como dotar de voz y oído al pintor sordomudo Paul Ratier –a quien se acusó de falsificar las pinturas de la cueva–, el esbozo de trío amoroso entre él y el matrimonio protagonista y, sobre todo, el excesivo peso otorgado al oscurantismo católico y, en concreto, a las perversas intrigas de un párroco de Santillana del Mar recién salido de un relato de Lovecraft.
Porque no fue la Iglesia el principal obstáculo en el camino de Sautuola, sino los científicos darwinistas. Como Antonio Banderas ha explicado acertadamente a los medios de comunicación, el descubridor de Altamira “no podía ni imaginar que se iba a encontrar con una ciencia más monolítica que la propia religión”. Efectivamente, hubo voces eclesiásticas que se alzaron contra los que consideraron ataques dirigidos a demoler el relato judeocristiano de la Creación, pero la Iglesia Católica como institución no consideró que el descubrimiento de pinturas de decenas de miles de años de antigüedad pusiera en peligro sus dogmas de fe. El gran terremoto ya lo había desatado Darwin un par de décadas antes.
Además, no fue precisamente la Iglesia Católica la que se distinguió por aferrarse literalmente a las genealogías bíblicas para calcular la edad del mundo, sino las confesiones protestantes, sobre todo las norteamericanas. Por ejemplo, medio siglo después del descubrimiento de Altamira, en 1925, se celebró en Tennessee el famoso Juicio del Mono que enfrentó al maestro John T. Scopes contra el varias veces candidato a la presidencia por el Partido Demócrata y Secretario de Estado con Woodrow Wilson, William Jennings Bryan. Éste acusó a Scopes de enseñar a sus alumnos “una teoría que niega la historia de la Creación Divina del hombre tal como la expone la Biblia, y enseña en cambio que el hombre desciende de un bajo orden de los animales”. La acusación consiguió que el profesor fuese condenado a pagar una multa de cien dólares, si bien fue un triunfo moral de quienes aspiraban a poder enseñar la creación sin ataduras bíblicas. Sin embargo, un siglo después el asunto sigue encendiendo pasiones, sobre todo en el Bible Belt sureño, entre los muchos millones de protestantes, de variadas confesiones, que siguen calculándole al mundo seis mil años de antigüedad y oponiéndose a que el evolucionismo darwiniano se enseñe en las aulas.
Los principales denigradores de Sautuola fueron los prehistoriadores franceses Édouard Harlé, Gabriel de Mortillet y Émile Cartailhac, quienes, según su concepción materialista y progresista de la historia, negaron la posibilidad de que los seres humanos de hace más de diez mil años tuvieran la sensibilidad y las dotes artísticas necesarias para realizar pinturas como las de la cueva que ha pasado a la historia como la Capilla Sixtina del arte paleolítico. Sospecharon que se trataba de una conspiración entre Sautuola y la Iglesia –en concreto, los jesuitas de la cercana Comillas– para falsificar las pinturas, convencer a los científicos de su autenticidad y después desvelar el fraude dejándoles en ridículo.
Tras un cuarto de siglo de desdén, Cartailhac tuvo la honradez de publicar en 1902 La grotte d’Altamira, Espagne. Mea culpa d’un sceptique tras darse cuenta de su error al encontrarse en suelo francés otras grutas con pinturas similares; y la gallardía de presentarse en Puente San Miguel, quince años después del fallecimiento de Sautuola, a pedir perdón a su hija por las injustas acusaciones de fraude que vertió contra él.
En España, y en la propia provincia de Santander, también fueron muchos los que dudaron de la veracidad del descubrimiento de Sautuola. La Institución Libre de Enseñanza, por ejemplo, realizó un informe en el que atribuyó a las pinturas una antigüedad de dos mil años mediante la suposición de que se trataba de la obra de soldados romanos que, refugiados en la cueva, pasaron el rato pintando bisontes.
El papel de los católicos fue, en líneas generales, muy distinto. Empezando por el hecho de que católicos fueron tanto el propio Sautuola –aunque en la película se insinúa lo contrario– como el prestigioso paleontólogo valenciano Juan Vilanova, crítico de las teorías de Darwin y Huxley e infatigable defensor de la autenticidad de las pinturas de Altamira. Por otro lado, la edad dorada de la investigación prehistórica en la Cornisa Cantábrica, que abarcó las primeras décadas del siglo XX hasta el frenazo bélico de 1914, tuvo como dos de sus principales protagonistas al francés Henri Breuil –cuyos trabajos tanto influyeron en la “conversión” de Cartailhac– y el alemán Hugo Obermaier, sacerdotes ambos, gracias al generoso mecenazgo del igualmente católico príncipe Alberto I de Mónaco. Y, finalmente, el eminente arqueólogo al que se debe la creación en 1926 del extraordinario Museo de Prehistoria y Arqueología de Cantabria, que alberga buena parte de los hallazgos de las cavernas cantábricas, fue el también sacerdote Jesús Carballo.
En resumen: si se toma la participación del clérigo malvado como lo que es, un recurso cinematográficamente razonable para aumentar la intriga del argumento, la película, si bien no extraordinaria, es un digno relato de un importante y trepidante episodio de la historia científica española. Y de propina, el paisaje y el arte de Cantabria muy hermosamente reflejados, lo cual no es moco de pavo.
Libertad Digital, 16 de abril de 2016
Ilustración de abajo: fotografía tomada el 23 de julio de 1909 en la boca de la cueva del Castillo, en Puente Viesgo (Cantabria). Sentado a la derecha está el príncipe Alberto I de Mónaco. El del centro, con perilla, es Hermilio Alcalde del Río, el descubridor de la cueva. El de la sotana es el abate Breuil y el del fondo a la izquierda, Hugo Obermaier.