Cada año, al llegar la Navidad, se oyen los mismos lamentos sobre el olvido del sentido religioso de estas fechas, que han pasado a convertirse en los días más animalmente materialistas del año. Ya ni siquiera se preserva la dimensión cultural de la Navidad, maravillosa combinación del Cristianismo y la Antigüedad pagana europea, habiendo quedado todo en vacuo artificio mercantilista.
Reflexionando sobre la locura consumista que ha convertido lo que debieran ser unas jornadas mágicas, recogidas y entrañables en una pesadilla de ruido, avaricia, borracheras y colesterol, he recordado un documental que dieron en la televisión hace tres o cuatro años. Se trataba de un retrato de la Polonia postcomunista y de su proceso de acercamiento a la Unión Europea, en la que habría de ingresar un par de años después.
Los entrevistados eran varios empresarios occidentales, principalmente alemanes y franceses, que explicaban los cambios políticos, económicos y sociales que habían convertido la atrasada Polonia de Jaruzelsky en uno de los más dinámicos y firmes baluartes de la economía de mercado en la Europa del Este. Comentaban optimistas la enorme transformación experimentada por el país, y entre otros detalles explicaban uno que me llamó poderosamente la atención. Según contaban, a la caída del comunismo en torno a 1990 el pueblo polaco había estallado en un fervor patriótico y religioso que ya había arrancado en los últimos años del régimen bajo el liderato de Lech Walesa desde dentro y del Papa polaco desde el exterior.
Los polacos –explicaban los comentaristas– dedicaban los fines de semana a vestirse con sus mejores galas y acudir a frecuentes y multitudinarios actos religioso-patrióticos (pues ambas dimensiones se entendían como inseparables). Asistían a largas misas, cantaban himnos, desfilaban, se congregaban, escuchaban discursos, organizaban comidas campestres, excursiones y bailes en los que participaban miles de personas con entusiasmo y fraternidad.
Pero tan sólo cinco años después las cosas habían cambiado espectacularmente. Los polacos ya no se vestían de domingo para ir a misa, a una conferencia, a cantar o a bailar, sino que se enfundaban el chándal y pasaban los fines de semana consumiendo en los supermercados. Las estanterías llenas –decían alborozados los opinadores– habían transformado Polonia en una sociedad democrática y avanzada normal.
Lo que el comunismo no había conseguido en cincuenta años –matar el alma de los polacos– lo había logrado el capitalismo en cinco. Materia para reflexionar.
Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada
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