Mahoma y la libertad de expresión

Resulta preocupante que quienes siempre se han titulado abanderados del libre pensamiento y de la libertad de expresión reculen hoy ante la violencia islamista e incluso declaren que representar a Mahoma en caricatura es moralmente reprobable. Por lo visto, cocinar un crucifijo en televisión, o ridiculizar escenas de la película de Mel Gibson sobre la pasión de Cristo con la musiquita de Benny Hill, o cualquier otra mofa del cristianismo –como se hace diariamente de mil maneras– no merece tal calificativo. Pero, claro, los católicos no ponen bombas. 

 

Incluso hemos podido escuchar a altos dirigentes de la prensa autodenominada progresista postulando suavemente la autocensura para evitar crear nuevos conflictos. Éste es el síntoma más grave de todos: no necesitar imposiciones gubernamentales para limitar lo que se puede y lo que no se puede decir. Y en el colmo de la hipocresía, se presenta esta autocensura como un ejercicio de libertad, pues, al fin y al cabo, no responde a una coacción legal, sino a la libre iniciativa del informante. 

 

–Es que nosotros, occidentales, no lo comprendemos –se ha dicho–, pero es que para los musulmanes hay ciertas cosas ofensivas que no debiéramos criticar y mucho menos ridiculizar. 

 

El problema es que, del mismo modo que Mahoma es una figura muy respetada para un musulmán, puede serlo igualmente el Papa para un católico, Marx para un comunista, Franco para un franquista, Bush para un norteamericano, Zapatero para un socialista o Dios para cualquier creyente, y no por eso dejan de ser todos ellos ridiculizados diariamente. Si abrimos esta puerta al miedo reverencial, acabaremos por no poder hablar de nada. 

 

De modo paralelo, recientemente han llegado alarmantes noticias de algunos países del Este de Europa en los que se ha prohibido o se pretende prohibir negar o minimizar los crímenes del comunismo, de modo similar a lo que se viene haciendo en varios países occidentales con los crímenes del nazismo desde hace varias décadas, España incluida. Aparte de un grave atentado contra la libertad de expresión, no pueden estas medidas ser más desacertadas. Supongamos por un momento que alguien escribiese un libro afirmando que América no fue descubierta por Cristóbal Colón sino por Beethoven, célebre compositor que en ratos libres se dedicaba a la exploración. Y supongamos que el autor de semejante disparate encontrase un editor para su obra. ¿Sería causa suficiente para meterle en la cárcel? ¿Sería motivo para secuestrar la edición y cerrar la editorial? El ejemplo no es descabellado, pues en USA hay hasta una asociación que sostiene que la Tierra es plana. Y edita libros sobre ello. 

 

No parece que la mejor estrategia para refutar una tesis consista en su acallamiento. Si hay investigadores que consideran disponer de argumentos para defender que los turcos no masacraron a los armenios, que las cámaras de gas de Auschwitz no las construyeron los alemanes sino los rusos después del 45, que Stalin no asesinó y deportó a millones de opositores, que lo de Katyn nunca existió, o que Pol Pot no exterminó a un porcentaje notable de su población, ¿no sería conveniente permitirles explicar y publicar sus argumentos? Ya fuesen dichas tesis sensatas o disparatadas, lo correcto es permitir su exposición para así poder aprender de ellas o refutarlas y ridiculizarlas a la vista de todos, según fuese el caso.

 

No parece justo establecer terrenos de acceso prohibido al conocimiento humano, ni ideas o figuras mayestáticamente situadas al margen del debate. Ni siquiera Mahoma.

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada

 

 

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